miércoles, 15 de diciembre de 2010

Pancito

Levanta el pancito con las dos manos y lo muerde con deleite. No lo abre con los dedos ni lo unta con manteca, simplemente -como si fuera un alimento sagrado- lo sostiene con los dedos largos y flacos de ambas manos y lo muerde con delectación. Con la servilleta en las rodillas, los pies rectos uno al lado del otro, bien sentado, como un buen alumno escuchando la lección, sorbe la sopa y, de tanto en tanto, deja la cuchara a un lado y vuelve a agarrar el pancito -del que va quedando muy poco- y repite la ceremonia para comer otro pedazo.

Mientras va acabando su plato, el alma se le aquieta, se secan las gotas de lluvia que todavía llevaba pegadas en la frente y va mimetizándose con el ambiente del restaurant del hotel céntrico.

Nadie podría sospechar, ni la pareja que come sin mirarse en la mesa contra la ventana, ni los tres viejos que hablan lento de historias y ya no se escuchan entre ellos, ni el gordo solitario que ojea un libro con desgano mientras apura un café, ni los mozos serviciales, el conserje más allá con un sueño que se cae, nadie podría suponer que ese hombre desgarbado y gris, ha matado a alguien esa misma tarde.

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