martes, 20 de enero de 2009

Sueño que hace agua


En un puerto inundado, llegan pasajeros en barcos que se amarran a atracaderos invisibles. Soy el único que halla extraño caminar con el agua a la cintura. Los demás, aún cuando se desplazan con dificultad por momentos sumergidos hasta el cuello, parecen (o simulan) encontrar muy normal toda la situación.

El mar (o es un inmenso río) hace que todo sea más lento: los movimientos, los contactos… los pensamientos.

Me quedo con ganas de ver un sol que nunca termina de salir.


La imagen es un dibujo propio.

viernes, 16 de enero de 2009

Aforismos 4

Cabalgan Sancho, señal de que tienen caballos.


Ladran Sancho, señal de que son perros.


Sanchan Perro, señal de que e'sancho.


Señalan Pancho, ladro que tienen dedos.

jueves, 15 de enero de 2009

Mateo y el amor

Creo que ella me vio llegar primero ya que de lejos la noté toda alborotada y atropellada. Me causó una impresión profunda. Es que ahora me doy cuenta que uno no puede prepararse para estas cosas y aunque no fuera una cita a ciegas, fotos y explicaciones siempre iban a quedar cortas. En verdad me asusté.

Durante los tres primeros días que fui a visitarla me quedé a cierta distancia, siguiendo los pasos del protocolo de seducción que indican la observación, la simulada indiferencia, la aproximación paulatina. Después me fui aproximando lentamente, caminando en dirección oblicua como si en realidad tuviera que acercarme pero sólo para poder llegar a otro lado más allá o más acá.

El cuarto día, animado un poco por los tíos que actuaron de celestinos y me empujaban con palabras sutiles pero persistentes, fue el primer saludo tímido, un contacto frío del que los dos rehuimos rápidamente. Ella volvió enseguida buscándome como si quisiera cerciorarse de que realmente nos habíamos besado, pero yo no quise insistir más. Sé que normalmente es así: los varones solemos ser más tímidos, o al menos yo soy siempre más recatado que cualquier mujer con la que me relacione. Después de ese primer momento no hubo más insistencia –creo que en respuesta a un gesto de mamá– y no se habló más del tema por el resto del día. Tal vez los intimidó mi expresión seria y distante. Es que si de lejos me había impactado, mucho más al estar a pocos centímetros: no paraba de parlotear entre gemidos y respiraciones, golpeaba todo a su paso con una energía incontenible arremetiendo contra y entre la gente y la arena.

Cuando dejábamos la playa ese último día, la miré por sobre el hombro y me enamoré. No paré de pensar en ella durante toda la noche, tanto que amanecí tras un pequeño accidente que obligó a mamá a cambiarme la ropa y las sábanas por la mañana. Después de desayunar no podía contenerme más y llegué corriendo hasta ella que seguía saltando y cantando como el primer día. Jugamos durante el resto de las vacaciones y nos despedimos fingiendo que a ninguno de los dos nos importaba demasiado, conocedores de los avatares de los amores de verano, demasiado conscientes de una pasión que seguramente durará toda la vida.


Sobre los pobres

por J.C. Brandsen
Volví a enojarme. ¿Que vamos a hacer?

Es siempre más apropiado estar del lado del más débil. Aún sin importar las intenciones del mismo, sus métodos o sus resultados, sus ideas o ideales. El perdedor es nuestra insignia y la bajeza nuestro ánimo. Empezó mucho antes del fútbol, aunque ahí se ve con claridad: no se puede hacer hinchada por Brasil, tampoco por Francia o Italia, hay que jugarse por los africanos, asiáticos, hasta España; más arriba en la escala de mérito es inaceptable. Simplemente, no se debe estar del bando ganador que siempre está teñido de un halo de desconfianza.

“Los últimos serán los primeros” es una frase espantosa, porque no dice nada y, peor aún, porque siempre es interpretada de una única manera: como falsa esperanza contra el resentimiento para los últimos y como amenaza para los primeros.

Igualmente, los que realmente nos atraen son los últimos que se mantienen últimos. Se nos hace insoportable pensarlos ganadores o sobrellevando sus problemas; no queremos ubicarlos ahí porque perderían el aura fantástica de la derrota, de los desposeídos, de las víctimas. Si lo hacen, si se superan y extienden más allá de nuestras cortas expectativas, deberemos buscar a otros en quienes depositar nuestra preferencia. También pasa con las bandas de rock o en política internacional. No nos gustan Estados Unidos, Alemania o Israel. Son vencedores de perfil alto. Preferimos a Cuba, Irán o Palestina, porque tienen todas las de perder y porque el folklore así lo indica. Juzgamos la potencia del grande siempre prepotencia, innecesaria, injustificada y –aún sin el menor criterio o información para el análisis– lanzamos diatribas mientras nos rasgamos las vestiduras.

Nos parece mal el ataque de Israel a territorio palestino porque sentimos que es Goliat contra David y hay que “hacerle el aguante” a David.

No estoy sosteniendo que uno tenga razón y el otro no, lo que digo es que no pedimos explicaciones a Hamas o Palestina, a Irán o Iraq. Nos alcanza con los gritos de dolor en el desierto para sentir que algo se está haciendo mal y que la culpa es del más poderoso, el más rico, el mejor formado y organizado.

En otra guerra, en 1982, Argentina tenía las de perder y perdimos. Y eso que nos encantaba relatar las historias de las guerras médicas donde unos pocos guerrilleros volvían locos a legiones. Era fantástico pensar en soldados mal comidos, mal dormidos y peor armados, enfrentando con la idiotez de “la patria y la bandera” a la armada mejor preparada del mundo. Nos olvidamos de la capacidad de organización de San Martín, de su aptitudes para el mando, su genialidad estratégica, nos enloquece verlo como un petisito de provincia que echó a los imperialistas españoles del continente. Nos encanta el Che, rebelde y bonito, llanero solitario de las selvas sudamericanas, fumando habano y tocándole el culo al sistema. Nos encanta Maradona en México 86, pero mucho más en 1994, puteando y quejándose porque “le cortaron las piernas”.

Nos gustan los pobres pero lejos, los líderes pero bien muertos y los ideales imposibles. Nos gusta un mundo que no es y nunca podrá ser. Nos gusta mirar para abajo porque nos sentimos un poco menos mal y podemos pararnos sobre los que ahí se mueven mientras acusamos al que está más arriba.

        Sin admitirlo, nos gusta ganar pero nos da miedo que nos critiquen y peguen “los buenos”, tememos que sea incómodo o demasiado difícil, por eso nos quedamos con poco o nada, añorando un mundo más justo o la paz de los muertos.