viernes, 10 de mayo de 2013

Guerrero


Yo trabajando, para variar. Mateo corre liviano y se lanza a la cama, a mi espalda.
Me giro para mirarlo. Sabe que no debería estar ahí.
—¿Qué pasa, Mate?
—Nada —me mira con la boca medio abierta, como cuando a mitad de una frase nos atraviesa una idea y ya no podemos seguir—. Soy un guerrero en el cuerpo de un niño.
—¿De verdad? —pregunté, girando del todo el cuerpo para mirarlo de frente.
Él ya bajó la cabeza y gira su dinosaurio anaranjado haciendo fiussss y shhhssss y también ffssstpsss.
—Sí, un guerrero de otro planeta —dice sin dejar de girar al tiranosaurio.
—¿Y cómo sabés eso vos? —Tal vez no quiero escuchar la respuesta a esta pregunta. Me acuerdo de otras conversaciones, de algunas frases que ha dicho en sueños.
—Porque me acuerdo todo lo que me dijeron mis padres antes que me fuera: “Siempre recuerda lo que te dijimos” —Pone la voz grave de un padre extraterrestre que, obviamente, no tiene relación con la mía—. Me dieron una nota. Pude recordarlo. Sin olvidarme. Y nunca olivarme.
—¿Yo no soy tu papá? —pregunto.
—Ahora sí lo sos. Aunque sos humano, igual lo sos.
Menos mal, pienso, aunque me sonó a premio consuelo, a mentira piadosa, a sonrisa de guerrero que se prepara para la batalla.

martes, 26 de febrero de 2013

Conversaciones


La otra noche tuve que esperar en Retiro casi dos horas para tomar un micro que me llevara a Rosario. En el andén, con dos bolsos y escuchando música en los auriculares, venía pensando en la forma en que esquivo —y creo que todos esquivamos en algún momento— ciertas conversaciones que nos molestan porque nos desnudan frente al otro. Recordaba infinidad de situaciones en las que me había abrigado al calor de los lugares comunes, las palabras seguras, o aun los silencios incómodos. Veía pasar a la gente que habita esta terminal o transita por ella en las madrugadas. A pocos metros, dormía un viejo envuelto en una gabardina raída, unas pocas parejas caminaban arrastrando valijas por el piso sucio. No hay ceniceros y ni falta hace: el suelo está sembrado de colillas que emanan un olor a despedida que sólo completan las caras somnolientas de los pasajeros en fila. Los choferes parecen inmunizados al cansancio de la madrugada, pero esto es material para otro texto.
En un momento, mientras luchaba por no quedarme dormido, se acercó un niño de entre ocho y diez años: niño me hizo señas para que me saque los auriculares y así lo hice esperando escuchar la rutina habitual.
Dame un billete que tengo hambre —me dijo mientras miraba para otro lado y daba saltitos nerviosos.
No tengo nada... sólo el pasaje —le dije mostrándole el papel que tenía en la mano sobre el bolso que guardaba mi computadora y la billetera con cerca de doscientos pesos. Quería que se fuera pronto, pero había algo diferente en la forma del pedido: no era el discurso mecánico del pibe del subte que pasa rápido entre los pasajeros buscando la respuesta del diez por ciento del público que se muestra dispuesto a entregar algo; este no iba a desistir tan rápido.
Me tomé unos segundos para mirarlo: tenía el pelo corto y una mochila tipo marinera colgada en los hombros; cargaba una expresión seria y el cuerpo tenso, un enojo forzado.
Insistió: —Dame un billete, loco. ¡Dale!
No tengo nada —mentí una vez más y lo miré a los ojos esperando su mirada. Había algo melancólico en él, como si hubiera visto demasiado para su edad, como si estuviera viendo otra cosa en ese preciso momento.
Te juro que si no me das un billete te corto el cuello —masculló apretando los labios mientras metía una mano en el bolsillo de la campera raída—. Dame un billete.
Evalué algunas opciones. Yo estaba sentado y podía levantar una pierna y empujarlo con la planta del pie para que caiga de espaldas en el piso. Debía pesar, a lo sumo, unos 30 kilos, mucho menos de la mitad de mi peso y sus ojos vidriosos me indicaban que no estaba bien comido ni bien dormido. Volví a observarlo un segundo después de ese primer reflejo de defensa: era un nene, como lo fue mi sobrino y será mi hijo en pocos años más, estaba desesperado por amedrentarme y yo sólo podía llevar mis ojos a los suyos como una pregunta. No hablamos por unos segundos eternos.
Dale, loco —dijo y miró para la izquierda. Me di cuenta que ahora sí se había ido.
¿Qué querés chiquito? ¿Qué hacés a esta hora solo por acá? ¿Por qué nadie te cuida en casa, te abriga en una cama y besa en la frente para que te duermas?”, pensaba yo. No tengo idea qué habrá pensado él, pero sentí que estaba a punto de llorar, estábamos a punto de llorar.
Tomatelás —dije seco finalmente y vi como después de un instante salió caminando despacio con la mano todavía en el bolsillo.
Me incorporé luego de comprobar que se había alejado unos metros y volví a recorrer todo el ambiente del andén dormido. El viejo seguía envuelto a unos metros, la humedad fermentaba la mugre y todo moría un poco. ¿Cuántas veces habrá él escuchado la misma amenaza? ¿Cuántas veces más la habrá dicho? ¿Cuántas habrá dado resultado? ¿La habrá cumplido alguna vez? ¿La cumplirá? Mientras tanto él seguía caminando por el andén y yo esperaba mi micro. Tal vez otra vez volvamos a encontrarnos y conversemos lo que hoy no pudimos.

martes, 19 de febrero de 2013

Valsecitos


Con los años uno va olvidándose un poco, si logra evitar pensar y se deja arrastrar por las horas monótonas. Muchas veces la radio ayuda porque puede ser una voz que se opone a la otra, la que nunca se calla, o música que abre la puerta a un poco de silencio, aunque sea por un rato. Sin embargo, al final siempre vuelve el pensamiento de que deben estar buscándome para que cumpla con lo pactado, el tiempo sigue pasando.
Las instrucciones habían sido claras y todo parecía de lo más simple, pero algo me detuvo el primer día y los que siguieron. No sé por qué y ya casi no me pregunto qué me pasó.
En las primeras semanas, cada vez que lo veía salir, agarraba el aparato de radio con las dos manos y bajaba el volumen al mínimo, esperando que un indicio en la serie interminable de ruidos que hacía para cerrar y trabar el salón me diera la pauta para actuar. Recuerdo que la primera tarde temblaba cuando solté el forro de cuero, justo al lado del dial, y acaricié la culata con un dedo por uno de los extremos sueltos. Decidí no moverme esa vez; quise estudiar los movimientos antes de actuar. Proyectaba en mi cabeza cada uno de los pasos, acelerada y confusamente, como en esas películas mudas que alguna vez vi: cruzar la calle, esperar que se dé vuelta, el fogonazo y la huída. Cuando el otro dobló la esquina y dejé de oírlo, volví a subir despacio el volumen de la radio; era la hora de los valsecitos.
Ya me habían dicho que no tenía por qué apurarme, que me tomara el tiempo para hacerlo bien, sin testigos ni sospechas. Eso me consolaba cada noche mientras recorría las calles oscurecidas pedaleando de vuelta a casa. Hice lo mismo el día que siguió y el otro, y seguí.
No te preocupes por nada, algo siempre vas a tener para comer y en esta casa te puedes quedar cuanto quieras —Así me habían explicado mientras me daban la radio y detallaban unas pocas cosas más.
Nunca me interesó la política ni las ideologías, pero sé como usar un arma y tengo la experiencia necesaria: he matado. Me habían dicho que esas eran las únicas condiciones esenciales para este trabajo, lo demás podía restar o sumar pero no era importante. El jefe del grupo, un petiso grueso que siempre sonreía falso como maestro de escuela, solamente me había mirado las manos ese día y había entregado ceremoniosamente un billete de cien:
No es pago —había dicho—, sólo es una ayuda para que no te falte nada. Vos estás haciendo un gran aporte a la causa. Recuerdo que esas palabras me habían hecho sentir como a esos santos que salen en procesión y a los que la gente les tira monedas y flores. Todavía guardo el billete.
Muchas cosas pasaron desde entonces. Desde este banco pude ver cómo un carro atropellaba el hijo del médico y su cajón saliendo en marcha fúnebre al día siguiente, vi al mismo doctor caminar borracho apoyándose en las paredes y escupiendo al piso cada vez que pasaba frente a la parroquia. También bajó por esta calle la mujer del comisario, corriendo de la mano del ladrón recién liberado, y lo mismo hizo el comisario en persona pero horas después, lloraba el infeliz. Sentí la nevada de 1979 y oí los cañonazos el verano siguiente, cuando la iglesia se quedó sin una de sus torres. En este tiempo el padre abrió, entró, salió y cerró las puertas, día tras día.
No pude hacerlo, no pude. Ayer venía decidido, como nunca, o tal vez sólo como esa otra vez en que salió la muchacha tapándose la cara y arreglándose la ropa. Me acuerdo que se me puso la cabeza en blanco y pensé que ése era el momento, pero el cura no atravesó la puerta esa noche, como tampoco lo hizo anoche, al menos no caminando. Me quedé esperando por varias horas, ya habían terminado los valsecitos y sonaba esa música rara como de violines. Cuando se estacionó el camioncito negro de la funeraria me di cuenta que ya no tenía nada que hacer y era mejor volver a casa. No pude pegar un ojo en toda la noche.
Regresé esta mañana, con baterías nuevas en la radio a esperar que vuelvan a arrastrarse las horas, que llegue el momento y pueda finalmente cumplir con mi misión. Hay un muerto, pero ningún tiro ha sido disparado. No es lo mismo. Tal vez cuando salga la pompa fúnebre, yo lo haga a través de la madera, quizá pueda cumplir con lo pactado y nadie tenga que venir a cobrarme, después de tanto tiempo, la deuda de un trabajo no cumplido. Me tiemblan las manos, voy a armar mucho alboroto con todas esas viejas llorando alrededor del cajón ¿y si tampoco es hoy el día? Puedo esperar otro más, sólo otro más. Quizás sea mejor subir mañana al cementerio, pedaleando despacio para llegar a la tardecita y prender la radio, sentir el olor a tierra suelta de la tumba y sentarme a escuchar unos valsecitos.

lunes, 18 de febrero de 2013

Intercambio Gunt-Joseski


Mara Gunt: –Señor Joseski ¿por qué no cuenta algo de sus orígenes para nuestros ansiosos lectores?
Narov Joseski: –Primero que nada: buenas tardes. No sé dónde habrá aprendido usted modales, señorita, pero se nota que le falta mucho todavía. Yo soy un señor mayor y merezco respeto. Además, una trayectoria como la mía no puede ser ignorada así porque sí de esta manera.
MG: –Disculpe entonces, señor Joseski. Buenas tardes, ¿cómo está usted hoy?
NJ: –¿Y a usted qué le importa? No sea entrometida y maleducada. Mi vida privada es cosa mía.
MG: –No quisiera molestarlo, señor, pero me mandaron hacer esta entrevista a la que usted también accedió. Si no es inconveniente, me gustaría hacerle algunas preguntas.
NJ: –¡Ah, sí! Claro, claro. Por favor, lance nomás sus cuestiones. Aquí estoy para responderle… bonita.
MG: –¡Disculpe!
NJ: –No se ofenda, señorita. Es que con esas piernas, uno entiende cómo usted ha podido crecer en el mundo editorial, contando con tan poco talento.
MG: –Su comentario es desubicado y sexista. La posición que ocupo la logré a fuerza de empeño, dedicación y talento, poniendo el pecho al periodismo comprometido.
NJ: –¿El pecho? Mire usted. Hubiera dicho que su fuerte eran las posaderas.
MG: –No puedo seguir con esto. Usted es un tunante insoportable.
NJ: –A mí no me corrés con insultos de diccionario, trepadora literaria. Conozco a tu clase. Los he sufrido en carne propia más de una vez. Desplazando calidad con amiguismo y favores.
MG: –Usted me confunde, Joseski, o sus ojos le fallan. No es que yo no aprecie mis propios dotes, pero estoy lejos de ser una jovencita encantadora: la nariz ganchuda, los ojos extraviados, mi brazos cortos y laxos, mi absoluta falta de delantera y encima la joroba. Sí, tengo un trasero enorme, pero el tamaño no dice demasiado. Me llevó años de terapia llegar a aceptarme como soy.
NJ: –Por favor, no trate de engañarme. Debe recibir piropos y propuestas a cada paso. Me extraña que haya venido sola a la casa de un hombre solo… porque usted sabe, soy solo.
MG: –Normalmente mi perfume es mi mejor guardaespaldas. Ya no sé qué hacer para dejar de transpirar así.
NJ: –Una mujer como usted debe provocar envidia a la mejor rosa.
MG: –¡Hombre! Las cosas que dice...
NJ: –¿Por qué no se sienta a mi lado así hablamos con más naturalidad, sin ese grabador en el medio?
MG: –Mh… está bien.
La grabación se interrumpe en este punto. Junto al cassette, llegaron a esta redacción los dos textos que se publican a continuación: Receta para Pegote y Aforismo 2.

Receta para Pegote
por Mara Gunt

Consiga dos personas en el punto exacto de su necesidad. (Hay que aprovechar que en esta época se encuentran con bastante facilidad.)
Déjelas macerar un tiempo sus propias desgracias, pero no tanto como para que se agríen. Para saber el punto justo, pínchelas donde más les duele y compruebe que se enojen pero que no lloren. Si hacen lo último, se habrán pasado y la receta no funcionará.
Con esto resuelto, lo demás es simple. Colóquelas en la misma habitación y sume una excusa para que tengan que hablar obligadamente y deje que la preparación se cueza en su jugo. Si escucha gritos y peleas, seguidos de risas y zapateos o hasta susurros y gemidos, la receta ha funcionado a la perfección. ¡Disfrútelo!

Aforismos 2
A la oportunidad, le pinto la cara color esperanza.”
Al que nace barrigón, esperalo con comida.”
Narov Joseski

jueves, 14 de febrero de 2013

Habitación 308


—No me siento tan bien —dijiste hoy mientras te doblabas de dolor y se tensaban los tubos que te ataban a la cama.
Pensé en las ganas que yo tenía de salir al sol, a respirar un aire que no tuviera esa carga eléctrica de los hospitales. Pensé en los pendientes que se acumulaban en la oficina y en casa, durante los minutos que se comían lentos unos a otros en esa sala blanquísima, mientras la vida estaba en otro lado.
—Andá nomás —pediste cuando te fue posible volver sobre tu espalda, mientras mirabas ya por la misma ventana que miraba yo a los árboles vibrar como marionetas—. Andá y no te preocupes que nos vemos mañana. En un rato llega mi vieja que se queda esta noche.
Creo que dudé en responder, un segundo más de lo prudente: —No, loco. Quedate tranquilo que lo que más me gusta los jueves por la tarde es pasear por hospitales. Es como un hobby perverso que tengo. Si no estuviera con vos, estaría buscando alguna otra habitación. Las elijo por el ruido que hacen los pacientes vomitando o gimiendo de dolor. No sé, mi psiquiatra me dice que vamos a probar con otra medicación. Después te cuento.
—Sos un imbécil —replicaste cerrando los ojos.
Me acerqué para acomodarte las sábanas y no pude evitar mirar el reloj. Las tres y media. Recordé que mañana cierra el reporte para los socios y yo tengo una pila de números para revisar.
—Andá, viejo, andá que no me voy a morir hoy —me dijiste empujándome con una mano de papel ajado, de viejo libro que se quiebra si lo movés demasiado rápidamente, el fascículo de una colección infantil perdida en el tiempo.
—¿A qué hora viene tu vieja? —pregunté.
—Ya debe estar por llegar. No me hagas enojar y dejame tranquilo.
—Está bien, che —respondí y agarré el saco—. Pero vuelvo mañana y por ahí nos vamos a jugar un rato al tenis, ¿querés?
—No sé, no sé. Tenía planes para hacer una maratón a la tarde, así que si no me encontrás, hablamos a la noche para salir a tomar algo. Te llamo.
—Dale. Hablamos mañana —dije mientras abría la puerta—. ¿Llamo a la enfermera?
—No, por favor, no. Apagá la luz al salir que quiero dormir un poco.
Asentí con un gruñido y salí disparado por el pasillo.
II
Creo que el reencuentro empezó cuando te llamé porque me casaba y quería que fueras mi testigo. Había otros candidatos, pero ninguno me pareció tan acertado como vos. Es verdad que tuve que contactar antes a media docena de amigos y parientes para dar con tu nuevo teléfono. Y es que nos habíamos distanciado, como adentrados en una zona sin señal, por alguna razón que ambos supimos olvidar luego.
Entonces la reconexión fue inmediata, como había sido aquella tarde en que, con raqueta en mano, nos saludamos bajo el sol insoportable del final de la primavera del 87 ¿o fue del 88? Acababa de cumplir doce o trece años y vos recién llegarías a esa edad en los primeros meses del año siguiente. De la escuela secundaria, ni hablar: una especie de lazo permanente nos cruzaba en diferentes ocasiones: el deporte, alguna novia que intentamos enrocar y no funcionó, mi hermana, las clases de inglés donde yo aprovechaba para fumar y aprender sobre historia del rock y el mundo de la ciencia ficción.
Huí por un costado como esa vez en la que no quise ir a tu cumpleaños porque sentía que eras mi único amigo —recién hoy me doy cuenta— y la imagen de verte rodeado de tantos otros, de perder cierta exclusividad de la que creía gozar durante algunos momentos me aterraba. Me impuse entonces una prueba de supervivencia a tu amistad, que vos claramente recriminaste. Algo parecido pasa ahora ya que no estoy en la oficina ni junto a vos, pero escribo estas líneas apretadas en un bar a unas pocas cuadras de la habitación donde te vas apagando.
En el pasado, por momentos te veía enorme, social, suelto y divertido, mientras yo, incapaz de hilar una frase coherente frente a cualquier persona con la que no hubiera establecido un lazo previo con al menos cinco o siete encuentros previos, me retraía e un rincón a mirar la escena. Otras veces, imbuido en mis propios temores salía a desdeñarte para mostrar no sé qué superioridad: eras mejor en natación y yo en básquet, ambos bastante malos para el fútbol y vos, claramente, mucho más dotado para el tenis; con el ajedrez me quedaba yo la mayoría de las veces, y en lo demás estábamos bastante parejos.
De la lealtad que nos profesábamos recuerdo dos escenas imborrables: una noche de verano en el pueblo, bajo la amenaza de la banda rival, salimos a la calle a pelearnos y nos enfrentamos con amenazas y poses provocadoras con un cuchillo escondido en la manga, dispuestos al borde de matar o morir en la noche del monte; el segundo episodio fue muchos años después cuando viniste a casa y te conté que mi matrimonio estaba a muy poco de desmoronarse y me miraste con expresión seria, de esas que te he visto pocas veces en la vida. No pasó nada pero valió por todo, podríamos haber combatido en una guerra, ser ladrones de bancos, expedicionarios a alguno de los polos o iniciado una revolución, pero nos tocaron otros tiempos, otras prioridades, otra historia.
De mi parte, aunque mezquina y toscamente, todavía recuerdo el día, cerca de seis meses antes de tu casamiento, cuando me contaste que te mudabas con ella. Me parece que lo hiciste casi pidiendo disculpas.
—Ya estamos grandes y no sirve de nada dar tantas vueltas —fue tu justificación a que no hubieran pasado más que algunas semanas desde que habían formalizado la relación. Creo que apenas asentí con un gruñido, ya que ambos sabíamos que el amor se iba con esa novia de la secundaria con la que habían intentado sin éxito una última vez el verano anterior.
Te fuiste a otro país con el trabajo de tus sueños y volvimos a dejar de hablar, en un nuevo silencio, ahora lleno de cotidianeidades distintas y el temor a confirmar que llegamos a traicionar a quienes habíamos sido —y seguíamos siendo en lo profundo—. Tu papá murió en el medio y viniste al entierro. No me gustan los cementerios por lo que no nos cruzamos en ese momento. La verdad es que te debía un abrazo que pude darte a tu regreso, casi quince años después.
Esta última vuelta fue hace más o menos un año, para ese tratamiento experimental que te recomendaba retomar contacto con no sé qué pasado. Entonces no se te veía tan mal y la verdad es que creía que era uno de esos cuentos tuyos para esconder que no aguantabas más el extranjero y querías volver, pero no podías aceptar que eras un argentino promedio que no se bancaba estar lejos del dulce de leche, el asado, la familia y las amistades falsas.
Si hubiese sabido que me iba a quedar tan solo no habría contestado el correo electrónico donde me contabas tu regreso. Ahora que atardece, siguen apagadas las luces de la habitación 308 y me doy cuenta de que todavía sos mi único amigo.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Contornos


Vuelvo a pensar en la botella, en su contenido, en qué mensaje salvador trae el agua a mis orillas. ¡Uh, “mis orillas”! Tengo bordes por todos lados, lugares orilleros, como los límites filosos de una página. Los salvavidas a los que me aferro en vez de buscar el mensaje que llega. Finalmente rompo el vidrio y encuentro un texto escrito claramente con letra cursiva de maestra de primaria: “Todas nuestras musas se encuentran atendiendo en este momento, por favor espere en su isla e intente comunicarse más tarde, o diríjase en bote a nuestra sucursal más cercana.”
Habrá que escribir solo, evitando la tentación de echar culpas al destino, a la inspiración o a lo que sea.
Cuando era chico, hacíamos mini vacaciones en la Casa del Encuentro, una especie de convento con un gran terreno con una vieja casona y algunas casitas a orillas del río Carcarañá. El camino de entrada estaba custodiado por dos largas filas de eucaliptos donde anidaban cientos de palomas. Al atardecer, al ruido de aleteo de los pájaros que se agrupaban para pasar la noche, se sumaba el canturreo gutural. El ulular de esos bichos se fijó en mí como el miedo por el hombre Uva. Suponía que ese ruido anunciaba la llegada del hombre Uva, un ser informe que habitaba entre los árboles y me iba a dañar de alguna manera. El terror era profundo y transformaba toda mi sensación del momento: el río traía la corriente abrupta, el olor a pescado, el barro entre los dedos de los pies, la luz tenue de la casa y ese silencio depresivo, todo era condensado en el sonido de esos pájaros.
Será que me angustiaban los atardeceres, el recuerdo hoy me trae ese olor a tristeza y a soledad. Llena de gente como siempre estuvo mi infancia no podía encontrar el modo de superar el dolor de la partida del sol. Había algo en el ambiente, en la luz sórdida de las lamparitas de baja potencia, el olor a humedad, la improvisación de las comidas y las actividades. El refugio eran los libros, que traían la posibilidad de encauzar mi historia, de encontrar cierto orden en un relato que en el mundo era demasiado amplio para mí.
Hago un bollo con el papel de la botella y lo pongo en el centro del círculo de piedras que sirve de altar en el suelo para la fogata diaria. Le tiro ramas secas y piñas encima, y lo enciendo. Ante las primeras lenguas amarillas y verdosas empiezo a sumar troncos más grandes y en pocos minutos tengo una gran fogata. Del humo, que sube recto como una columna, surgen aves silenciosas que se lanzan a la noche de la isla. No hay nadie más y, en un momento súbito, con el último pájaro de fuego, se desprende de mi espalda un suspiro seco y un peso se libera como si en las alas de ese pájaro infame volara algo que me sujetaba.
Todo se renueva: el contorno de la isla, mis pies en la arena, el cielo estrellado, el sonido del fuego, el olor de las plantas a mi alrededor, el aire mismo que entra y sale de mis pulmones trae una carga nueva. Una brisa leve baila con las chispas y desparrama las cenizas.
Busco en mi mochila un papel, lápiz y una botella. Escribo: “No estás solo” y lanzo el mensaje al mar aprovechando la marea que comienza a retirarse.

martes, 12 de febrero de 2013

Abejas


No hay que caminar con las manos en los bolsillos porque si te tropezás podés irte de boca y romperte los dientes, y porque además parece que estás tocándote.
—…
Metete la camisa adentro del pantalón, abrochate ese botón y peinate un poco, por favor.
Sí.
Lavate las manos, abajo de las uñas, escupí ese chicle, limpiate los lentes: no sé cómo ves con esa mugre.
Es que estuve en el patio.
Ya sé. ¿Te lavaste los dientes hoy? Atate bien los cordones.
Ojos mariposas no se detienen: revolotean y se van.
Me invitaron a lo de Gustavo. ¿Puedo ir?
Sí, pero no te ensucies y volvé antes de las ocho.
Hoy la mamá hace ravioles y me invitaron a comer.
No podés quedarte, tenemos visitas a cenar.
Manos gallinas picoteando en estantes y mesada. Ollas abismo y muralla delantal. Mariposas verdes y azules, velocidad.
Ya sé, pero... si pudiera, me gustaría.
No y punto.
Boca puño, diciendo sin hablar, golpeando sin tocar. Ojos aleteando sin mirar.
Bueno, entonces voy un rato y vuelvo temprano.
Ajá.
Sale y regresa sin hacer ruido por el pasillo hasta el patio —pies brisa, aliento tumba, soledad— y el rincón del bananero, contra el tapial.
Señora, el chico es extremadamente alérgico. Hacía tiempo que no tenía un caso así. Tome, lleve esta ampolla por precaución. Téngala siempre a mano.
Aire piedra, piel fuego, rojo y negro.
Espera entre los troncos, inundado del olor de hojas y frutos marchitos, el motor incesante del panal.
Mundo nube, sol total. Insecto hipodérmico, rumor primordial.

Es un chico raro.
No digas eso.
Está siempre solo, no juega con nadie. No es normal.
Se fue a lo de su amigo. Allá parece que está cómodo.
Eso dijo.
¿Entonces?
No sé. Igual es raro.
Niño planta, refugio vegetal.
Se queda entre los troncos, siente que se hunde despacio en el suelo, casi sin respirar.
Brazos hojas, sudor verde, zumbido fatal.
Algo en el cuello, un latigazo ardiente, y se golpea sin pensar.
Sicario insecto, sol negro, sangre y fuego, mariposas que por fin dejan de volar.

Sacale los lentes, cerrale los ojos, dejalo descansar.
Culpa aguja lenta, corazón artefacto, ruido seco, ya no despertar.

lunes, 11 de febrero de 2013

Sobre los perdedores


Sobre los perdedores

Es siempre más apropiado estar del lado del más débil. Aún sin importar las intenciones del mismo, sus métodos o sus resultados, sus ideas o ideales. El perdedor es nuestra insignia y la bajeza nuestro ánimo. Empezó mucho antes del fútbol, aunque ahí se ve con claridad: no se puede hacer hinchada por Brasil, tampoco por Francia o Italia, hay que jugarse por los africanos, asiáticos, hasta España; más arriba en la escala de mérito es inaceptable. Simplemente, no se debe estar del bando ganador que siempre está teñido de un halo de desconfianza.
Los últimos serán los primeros” es una frase espantosa, porque no dice nada y, peor aún, porque siempre es interpretada de una única manera: como falsa esperanza contra el resentimiento para los últimos y como amenaza para los primeros.
Igualmente, los que realmente nos atraen son los últimos que se mantienen últimos. Se nos hace insoportable pensarlos ganadores o sobrellevando sus problemas; no queremos ubicarlos ahí porque perderían el aura fantástica de la derrota, de los desposeídos, de las víctimas. Si lo hacen, si se superan y extienden más allá de nuestras cortas expectativas, deberemos buscar a otros en quienes depositar nuestra preferencia. También pasa con las bandas de rock o en política internacional. No nos gustan Estados Unidos, Alemania o Israel. Son vencedores de perfil alto. Preferimos a Cuba, Irán o Palestina, porque tienen todas las de perder y porque el folklore así lo indica. Juzgamos la potencia del grande siempre prepotencia, innecesaria, injustificada y –aún sin el menor criterio o información para el análisis– lanzamos diatribas mientras nos rasgamos las vestiduras.
Nos parece mal el ataque de Israel a territorio palestino porque sentimos que es Goliat contra David y hay que “hacerle el aguante” a David.
No estoy sosteniendo que uno tenga razón y el otro no, lo que digo es que no pedimos explicaciones a Hamas o Palestina, a Irán o Iraq. Nos alcanza con los gritos de dolor en el desierto para sentir que algo se está haciendo mal y que la culpa es del más poderoso, el más rico, el mejor formado y organizado.
En otra guerra, en 1982, Argentina tenía las de perder y perdimos. Y eso que nos encantaba relatar las historias de las guerras médicas donde unos pocos guerrilleros volvían locos a legiones. Era fantástico pensar en soldados mal comidos, mal dormidos y peor armados, enfrentando con la idiotez de “la patria y la bandera” a la armada mejor preparada del mundo. Nos olvidamos de la capacidad de organización de San Martín, de su aptitudes para el mando, su genialidad estratégica, nos enloquece verlo como un petisito de provincia que echó a los imperialistas españoles del continente. Nos encanta el Che, rebelde y bonito, llanero solitario de las selvas sudamericanas, fumando habano y tocándole el culo al sistema. Nos encanta Maradona en México 86, pero mucho más en 1994, puteando y quejándose porque “le cortaron las piernas”.
Nos gustan los pobres pero lejos, los líderes pero bien muertos y los ideales imposibles. Nos gusta un mundo que no es y nunca podrá ser. Nos gusta mirar para abajo porque nos sentimos un poco menos mal y podemos pararnos sobre los que ahí se mueven mientras acusamos al que está más arriba.
Sin admitirlo, nos gusta ganar pero nos da miedo que nos critiquen y peguen “los buenos”, tememos que sea incómodo o demasiado difícil, por eso nos quedamos con poco o nada, añorando un mundo más justo o la paz de los muertos.

viernes, 8 de febrero de 2013

78 días, 317 kilómetros ¡Eso!


Estoy corriendo bastante y eso es lo importante. Claro, también están los pasos que quedan atrás, los que faltan hacia adelante, los caminos que no recorreré a los costados y los que nunca alcanzaré un poco más adelante.
No me acuerdo cuándo fue que hice el cálculo que puse más arriba, pero se ve que necesitaba darme ánimos de alguna manera para traerme al presente, porque con el objetivo a largo alcance, el entrenamiento se vuelve insoportable y la frustración, una constante.
Es así. Ayer corrí ocho kilómetros y, aunque en ese momento terminé bastante dolorido, siento que hoy debería correr nueve, para demostrarme no sé qué capacidad que no tengo.
Si pudiera hacer consciente cada contacto, cada paso en cada instante, la explosión del pavimento hasta el cerebro, las cosas serían diferente. Lo mismo con el viento, que trae muchas veces más de lo mismo, pero nunca es exactamente igual. Avanzo, con dolor o con gracia, o escapo, que es lo mismo.
Creo que lo mismo que pasa con tantas otras actividades de la vida: el trabajo, la escritura, la familia. Ya me había anticipado mi analista que no debía buscar que todo fuera a fuerza de trabajo, pero está en mi naturaleza: yo trabajo. Será por eso que la habitación donde escribo esto ahora huele a transpiración y respiración agitada.
Termino el ejercicio, acabo deshecho, y me saco las zapatillas, cierro la puerta de la habitación, me subo al ómnibus o al avión, o apago la computadora, para volver a mí mismo. De una manera o de otra, lo que vale al final del día es haber cumplido la tarea. ¿No es cierto?


jueves, 7 de febrero de 2013

Far away


Digo mi discurso una vez más, presentándome y recordando mirar a todos los asistentes. Los pongo en perspectiva de las actividades del día y de lo que nosotros haremos los observadores. Hago los chistes de rutina, provoco la risa de algunos y fluye un poco más de energía.
Ahora paso a las instrucciones, doy los tiempos para el trabajo y la gente se aboca a la lectura del caso que deberán resolver. Me siento en una silla, alejado un metro de un extremo de la mesa y dibujo mi tabla con los postulantes: Laura en una esquina, Juan Carlos a su izquierda y Pedro a la derecha, más acá Julieta y del otro lado Agustina. Uso un mapa gráfico ya que para mí todas las posiciones son en relación con otras. Entiendo el lugar que uno ocupó por comparación con los demás. Creo que aplico esto más allá de esta situación laboral: somos en relación con los otros ¿no?
Todos leen compenetrados y el aire podría cortarse con un cuchillo. Ya no me importa esa tensión: me volví insensible y, si bien comprendo los nervios de los otros, para mí es parte de una rutina aprendida y eficaz.
Cruza un avión no tan lejos y los autos se deslizan por la autopista. Una vibración permanente mece la habitación luminosa. ¿Dónde estás? ‘I don’t wanna lose your love tonight’. Bajo la mano hasta el café que dejé en el piso y sorbo un poco; es un brebaje horrible, pero no puedo evitar incorporarlo para intentar aceitar los engranajes de mi cabeza. ‘Oh, oh, oh... I don’t wanna lose your love tonight.’
Agustina empieza a hablar buscando dejar claro que terminó de leer antes que nadie: “Habla primera”, coloco en su casillero. Los demás se mueven ansiosos y Juan Carlos hace una seña porque todavía le faltan unos párrafos. Julieta se contiene, saca una hoja de la pila en medio de la mesa, la dobla a la mitad y comienza a escribir de manera incontenible.
Bebo otro poco de café y miro mi hoja. Anoto la fecha en el extremo superior de la misma y dejo el vaso de plástico de nuevo en el piso. Los otros evaluadores hablan en un rincón y se ríen, uno de ellos escribe en su laptop como si se le fuera la vida en ese correo electrónico.
Me parece que lo mejor opción es la cuarta… no sé que piensan ustedes –arriesga Juan Carlos que por fin levanta la cara del papel. Pedro me mira perdido y yo esquivo sus ojos escapando hacia la ventana. Una bandada de pájaros cruza y desaparece en el piso. Es una larga caída desde el piso veintitrés.
Josie’s on a vacation far away.’ En la otra mesa, todos parecen enfrascados en una lectura que supera sus capacidades y a la mirada de otro evaluador que no sabe qué hacer sonrío y le indico que siga atento a los movimientos del grupo. Ya van a empezar. A algunos les lleva más tiempo arrancar.
En mi mesa la discusión se lanza aunque es corta y un primer acuerdo llega rápidamente. Un acuerdo que deberá validarse o destruirse en unos minutos más. Completo mis casilleros. Juan Carlos: “Insiste con su idea, no negocia.” Julieta: “Escucha las opciones que plantean los otros y suma.” Laura: “Intenta liderar, pero algo no cierra.” ‘I just wanna use your love tonight.’ Agustina: “No para de hablar, ¿escuchará?” Pedro: “Este pibe está pasándola mal.”
Mis anotaciones se desenmarañan mientras recorro el dibujo que representan las personas en el papel. Voy llenando casilleros casi sin pensar y me convierto en una especie de registrador automático. Palabras y símbolos van superponiéndose y completándose como una pintura que va creciendo.
Dejo la birome a un costado y miro el cronómetro. Faltan unos minutos hasta que se termine el tiempo y ya sé quiénes son los candidatos con mejores oportunidades de éxito. Observo ahora a los otros evaluadores para verificar mis propias apreciaciones, leo en sus caras sus preferencias y tengo una idea clara de lo que vendrá.
Sonrío y doy por terminado mi trabajo, en automático hablo, concluyo y entrevisto. Las horas pasan y otro día brillante acaba. Algunos jóvenes festejarán la posibilidad ganada y otros llorarán la frustración del rechazo, aunque los roles puedan intercambiarse en el futuro cercano. ‘Oh, oh, oh… I don’t wanna lose your love tonight.’ Más tarde pasaré mis notas en el reporte esperando haber hecho un trabajo justo, mientras algo hace crack y se rompe dentro, un chasquido en la base del cuello. Lloro.

miércoles, 6 de febrero de 2013

De aeropuertos


En un aeropuerto. Digo que entro a un aeropuerto con todas mis valijas y bolsos, esperando no tener que enfrentarme a otros problemas de vuelos como alguna vez anterior (siempre que estoy haciendo algún plan, o debo esperar que las cosas funcionen, temo que todo salga mal y quede en el aire, y nada mejor que un aeropuerto para quedar en el aire). Llego hasta un mostrador donde una mujer me atiende diciéndome que están suspendidos los vuelos a Rosario. Pienso en que podría estar en una hora por allá, pero que este inconveniente me retiene aún más en Bs. As. Hay otras personas en mi situación, pienso en que debería irme a Retiro (retirarme en Retiro, huir, salir corriendo). Me acerco más en el mostrador y le pregunto a la “azafata” (zafada, zafar) que atiende.
¿Conocés el cuento del… (ahora no puedo acordarme si era el del escorpión y la rana, la hormiga y la cigarra, o el dueño que golpea al perro y el perro siempre vuelve)? —Mientras pregunto, mido su reacción para ver si se pone más agresiva o responde a mi pedido, si presta atención o se enoja. Al final, entra en el juego y así me dedico a contarle el cuento que no sé cuál era…
Llega un taxista buscándome en el aeropuerto, para llevarme a Retiro. Creo que venía por otra cosa, pero yo asumo que tendrá que llevarme a la estación para tomar un “colectivo” (colectivo, el destino de otros, el camino de todos, compartir como en la “gran familia” sueños, caminos y destinos). Me ayuda a cargar algunos bolsos y yo voy con otros. Pienso ahora en en Sergio (el escritor que me pasó su novela). Gente que se esfuerza por hacer lo que quiere, pero está atada a un destino, a una estructura personal que lo atormenta. No llego a Retiro.

martes, 5 de febrero de 2013

Sobre la novela en construcción


Sobre la novela en construcción
No hay que creerle tanto al cansancio, porque puede ser síntoma de otras cosas, como tedio o miedo: mejor probar haciendo y si la fuerza flaquea, entonces decidir —o entender— que es realmente agotamiento y mejor dejar las cosas para otro momento.
En el taller de ayer, Alejandro insistía en que la exigencia esté puesta en la cantidad y no en la calidad, para intentar dominar la herramienta de escribir y volvernos escritores, sin importar género o temática, la idea es simplemente transformarnos a nosotros mismos en la relación con el texto, pero no desde la postura del que lee o estudia uno, sino desde quien lo produce con todo el vértigo que eso implica.
Hoy caminé por un barrio privado, de árboles hermosos, canales y mucho cielo. Increíble lo que logra el dinero con visión y constancia. No me jodan con que la plata es mala por definición. Se hace mucho por dinero, se escriben buenas cosas por metálico, sin ir más lejos —y en referencia a la necesidad de escribir— también es necesario comer.
Me encantaría saber por qué de sólo caminar por un lugar tan bello me sentía culpable, como si ese momento de placer inocente debería tener una contraparte de sufrimiento que todavía no he pagado o deberé pagar más adelante. Lo mismo me pasa cuando me siento a escribir, esquivo el placer de hacerlo, me oculto y lo enfrento sólo cuando es inevitable, cuando no queda más remedio que sucumbir a su encanto o perecer en la nada. Nefasta postura para avanzar con el deseo.
Vuelvo a pensar en la novela, en las miles de palabras que la pueblan y en cómo me tortura pensar que las ideas que allí coloco, las que desarrollan los personajes o toda la trama no sean dignas de mis lectores. Tres escritores aficionados que se lanzan al descubrimiento de ellos mismos a partir de los textos, se organizan en un taller improvisado que se reúne en un café y ven como sus relatos, sus historias y sus vidas se van entrelazando en el presente y con el pasado. Una mujer irrumpe para desbandar el enjambre que fue anudando a los tres. Los pincha, los motiva, los insulta, los ama, uno por uno. Sofía los va transformando y los enfrenta consigo mismos y entre ellos.
Ella también traerá del pasado la situación inicial que es el fin mismo de la búsqueda de los personajes. Diego, Jacobo y Santiago, van a encontrar por fin el nudo que moviliza todas sus producciones, desde lo disímiles y entrecortadas. En paralelo, los relatos que ellos mismos irán volcando a la relación y al desarrollo de este pseudo taller van a ir evolucionando con la historia, para complicar a los personajes, ilustrarlos y traer al mundo de los otros sus miedos más íntimos y sus partes lúdicas.
En un invierno porteño que busca llenarse de luz, la historia se desarrolla entre calles y cafés, bares y taxis.
La metáfora central será el cajón de medias, un baúl donde los tres compartirán los “calcetines”, como partes de sí mismos que están en busca de otras medias o mitades. El texto comienza con una cita de Libro de Manuel, de Julio Cortázar: “Los hechos tienden a ocurrir vestidos de palabras.”

lunes, 4 de febrero de 2013

De rutas


Corría por la autopista con destino a Bs. As. Mi intención era llegar hasta la ciudad desde Rosario pero iba en el sentido contrario. Vaya uno a saber por qué. El camino era más arduo y distante de lo que parecía en principio —como con cualquier empresa, ¿no?— y en San Pedro (la mitad exacta del recorrido) ya sentía que no podía más. Sin embargo, avanzaba con dificultad hasta Zárate. En el peaje, donde pasaban un montón de autos, colectivos y camiones, yo me daba cuenta de que llegaba andrajoso y muy transpirado, caía en cuenta de que el esfuerzo estaba destrozándome.
Pensaba en que no tenía sentido seguir corriendo tanto, en que no ganaba nada con llegar a Capital en ese estado. Ahí, recién entonces, me daba cuenta de que estaba solo, abandonado. Que nadie podía venir en mi auxilio. Que tenía que tomar un colectivo de línea para poder entrar a la ciudad desde la autopista, porque era imposible hacerlo a pie, y que no tenía dinero ni sabía por dónde conseguirlo.
Finalmente entraba a la ciudad una calle que se bifurcaba formando una Y que dividía las manos de circulación y daba la vuelta a un lago sobre el que se organizaban todas las edificaciones. Me recibían en la casa de unos amigos de otros amigos (tal vez Eugenia, la compañera de Patri que se fue a vivir a Bolivia). Estaban dos hermanas y un hermano menor, los padres que casi no venían por la casa. Yo, como un viajante que recibía el cobijo de esta familia, me acomodaba a sus horarios y agradecía la oportunidad mientras pensaba la forma de volver a mi casa, o hacerme el espacio para escribir bajo esta tutela (mecenazgo).
Me llevaban en auto de un lugar a otro de la ciudad y yo me dejaba conducir sin oponer resistencia.
Me desperté exhausto de tanto correr de aquí para allá, como sin energía después de tanto esfuerzo físico; confundido y mareado, sin entender dónde estoy y si soy arrastrado o elijo el lugar.

martes, 1 de enero de 2013

Para el 2013

En conclusión es besos, tiquitiqui y juegos de cocinero, pero hay que llegar hasta allá.


1. Más libros, menos tele.
2. Entregar la tesina en marzo.

Unos días antes de terminar 2012, trabajaba en una lista de temas pendientes y propósitos para el próximo año, con la idea de empezar enero con la cabeza más clara. Es una costumbre habitual y sé que nada original esta especie de ritual de anticipación, como estrenar un cuaderno con el inicio del año y esas cosas que nos tranquilizan por conocidas y seguras.
Julieta se acercó a mí apenas me senté frente a la computadora y cuando había puesto los puntos que se ven más arriba se dio la siguiente situación.

–¿Vos estás trabajando o escribiendo? –preguntó con el regaño intrínseco ante la posibilidad de que estuviera trabajando. Es que había prometido no hacerlo hasta nuestro regreso de las vacaciones.
–Escribiendo –respondí.
–¿Qué estás escribiendo? –volvió a preguntar, ahora sin tono de reclamo.
–Lo que estamos hablando.
–¿Qué? – insistió con cara de no entender.
–Lo que vos y yo hablamos.
–¿Qué hablamos?
–No sé –respondí yo haciéndome el interesante–. ¿Qué hablamos?
–No sé. ¿Qué hablamos? –repitió.
–Hablamos de que no estoy trabajando. ¿Qué más hablamos?
–No lo sé. Quiero upa.
–Pero no puedo escribir si te tengo a upa – dije y me quedé esperando que se fuera aburrida por un padre que no le seguía el juego.
Inmutable, no se movía de mi lado, colgando con ambas manos del apoyabrazos de la silla.
–¡Upa! –lanzó más estridente– ¿Cómo trabajás? Papá, un día, ¿vos dónde estabas cuando yo te miraba en la computadora?

A veces pasa que lanza una seguidilla de cosas como quien caza con perdigones. Espera que algún tema llegue a destino y conmueva al interlocutor. El tema central, como muchas veces en la vida, es el primero. Yo elegí –bueno, tanto así como elegir, no elegí, pero me dejé llevar por el último tema–, adiviné que se refería a nuestra última conversación por Skype.
–Eh... estaba en Colombia –respondí.
–¡Je, qué asco! –concluyó.
–¿Qué asco? –pregunté ahora ya más interesado.
–La Colombia es un asco... pero estoy jugando. ¡Quiero upa!
–¿Pero... para qué querés upa?
–Para que duerma.
–¿Querés dormir?
–¡Sí! acá –señalando mis brazos–, porque te quiero mucho. Te quiero mucho –dijo y en la repetición le dio más énfasis.
¿Postergar todas las listas o insistir un poco en lo que me había propuesto? Ahí la cuestión de fondo de todo el 2012. Apretar o soltar. Empujar o relajar. Estaba frente a la disyuntiva de terminar el año de la misma manera que lo había atravesado o aprovechar la oportunidad de dar un vuelco y cambiar para más y mejor. O eso creía, al menos.

–Yo te quiero aunque no te haga upa –expliqué como padre amoroso y distante, como un caballero da la mano a su hijo con las congratulaciones correspondientes por haber realizado una buena acción ciudadana. Claro que ella no se iba a dejar convencer con tan poco.
–Quiero upa porque te quiero mucho, Cabunchi –insistió como gota que no cesa, con un apodo inventado de último momento.
Ignoré el apodo y contuve la risa: –¿Por qué no te buscás un juguete para jugar?
–No quiero jugar, sólo quiero estar a upa tuyo porque te amo –dijo ahora con puchero–. Mmhhh –me dio un beso en el brazo–. Quiero escribir.
Tuve que ceder, la declaración de amor y el deseo de escribir juntos eran demasiado fuertes como para negarme. La subí a mi falda y puse una pauta para que la cosa tuviera la apariencia de estar bajo mi control: –Bueno, escribís un poquito y después sigo yo.
fkklhrgrgrhprglrhkghkgkh k
–¿Qué estás escribiendo? –pregunté.
–La computadora –respondió como sólo se responde a preguntas de respuesta obvia–. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué la lanzás para arriba? –preguntaba sin cesar mientras veía, sin poder reconocer, el texto de nuestra conversación registrarse en la pantalla– ¿Cómo se hace? ¿Cómo lo hiciste?
–Así, mirá. Con éste botón –le expliqué señalando el teclado.
–¿Con qué botón? Vos lo hacés para abajo y cuando yo lo hago para arriba aprieto éste.
Aquí ya está sutilmente el cambio de poder y la forma en que se adueñó de la situación.
–¿Pero qué escribiste? –pregunté ahora yo para que ella tuviera que dar explicaciones.
–No lo sé, escribí la computadora.

Yo quería la Luna y ella me mostraba el dedo. A veces el sabio es el que mira el dedo, pero yo quería que me contara de la Luna y volví a la carga: –¿Qué te gustaría escribir?
–“Querido Papa Noel” –respondió.
–Pero ya pasó Navidad –rematé y ella hizo un breve silencio desconcertada–. Y entonces, ¿qué otra cosa te gustaría escribir?
–Papa Noel no... mh, me gustaría el arbolito de Navidad.
–Pero ya pasó Navidad –volví a marcar, para que el principio de realidad, junto con el de temporalidad, fuera quedando ya impreso en su memoria. Hay un momento para Navidad, otro para Reyes. El cariño es para ciertos días del año–. ¿No querés escribirle a alguien?
–¿Qué tal si le escribo a la Tía Maru?
–Bueno. ¿Qué le querés decir?
–“¡Feliz Navidad!” –gritó entusiasmada.
Yo debía mantenerme firme. Es mi deber de padre y adulto, ¿no?
–Pero ya pasó la Navidad –retruqué.
–¿El cumpleaños? –preguntó ella mostrándome que la escala de valores ya estaba incorporada.
–No, no es su cumpleaños –acotó Mateo desde el sillón, despatarrado en una de esas poses imposibles en las que sólo vale la pena mirar tele en verano.
–¡No le voy a decir nada suyo! –respondió ahora enojada por no poder hablar de natalicios, ni cristianos ni de la tía Maru.
–¿Y entonces? –empujé un poco intentando un tono más conciliador–. Le podés contar algo.
–Barabalababadaba –respondió.
–¿Cómo?
–No puedo ver nada, no puedo ver nada –gritó.
–¿Por qué?
–Porque me estoy tapando los ojos.
–Destapate. Estábamos en que querías escribir algo. ¿Querés escribir algo? –pregunté ya con tono duro, porque sentía que el tiempo pasaba y el objetivo con el que me había sentado frente a la pantalla iba a quedar sin cumplirse.
–Sí, yo quiero para abajo. Pero con éste se hace sabés. Pero no lo aprietes. ¿Cómo es para abajo? –lanzó como en una cascada. Nótese la secuencia fatal: deseo, explicación, orden, pregunta y sigue– Éste –señalando la tecla “Enter”–. ¿Ves? Ése es, pero no se hace para abajo.
–¡Ah! ¿Por qué? –pregunté yo intrigado.
–No hace para abajo, hace para arriba –respondió señalando el texto que se desplazaba en la pantalla. Parece menor pero ésta fue una observación fundamental. ¿Dónde poner el foco? En la supuesta hoja con texto, que se desplaza hacia arriba mientras escribo, o en el texto que se queda quieto en una pequeña franja de la pantalla y parece avanzar hacia abajo creando nuevos “papeles” en su carrera hacia adelante.
–¿Escribís algo o no? Porque yo quiero escribir algo y vos no me dejás –dije ya con tono de apuro porque quería salir de disquisiciones inconducentes.
–Te estaba hablando de algo –retrucó ella, dando a entender que era yo el que la distraía.
–¿De qué? –pregunté ya pensando en la lista de temas, en los pendientes de 2012 y también algunos de 2001.
–No lo sé, de nosotros –dijo.
–¿Qué de nosotros? –pregunté en automático.
Señaló hacia atrás, al sofá donde Mateo, ya en otra posición, seguía mirando tele mientras descubría algo entre los dedos del pie.
–¿Del sillón? –pregunté yo siguiendo el recorrido de su dedo.
–Del sillón –afirmó.
–¿Qué del sillón? –pregunté yo.
–El sillón –insistió una vez más mientras volvía a señalarlo–. ¿Estás escribiendo sillón?
–Sí.
–No se escribe sillón porque es un asco, porque tiene sucio la escarapela.
Lo último que esperaba era que me prohibieran una palabra. De repente “sillón” era mala palabra. Pensándolo bien, si se usa con el tono correcto podría serlo. “No seas tan sillón”, tal vez.
–¿Qué es lo que tiene sucio? –pregunté por la necesidad de una explicación.
–La escarapela. Eso que tiene eso. Quiero escribir. Lo que tiene duro, que tiene la mascota, que usa la tortuga. Quiero escribir, tiquitiqui tiqui tiqui –otra secuencia explicación, deseo, explicación elaborada, deseo explícito con onomatopeya de escritura y seña de deditos en el teclado.
–Bueno, dale –cedí finalmente.









–Pero no escribiste nada –interrumpí.
–¿Por qué lo dejás así? –cuestionó señalando las líneas en blanco en el documento.
–Vos lo pusiste así –expliqué.
–Dejame que quiero hacerlo –dijo empujando mis manos fuera del teclado.
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weñ}lhskwwjggourworóeéooeiiewirwirpiprtiotoruoruowrwrworiwpripririwptioóróejuqiqwsiswieddiedoirororor04555555 5 555 55
–Ahora ¿qué escribiste? –retomé.
–No lo sé, nada –respondió con desgano–. Falta ahí.
rjuwkwjiukhrjgorjhlrjfklkldjfjjfjfjjfjvfvv
d
g
b
e
egegegeureufwufeuouerouorueotureotueorutoiertujrjfgrjkgrjgkjerigerugureogureoutgoerutgoiu
–Ya está –concluyó ella–. Apretá eso –dijo señalando la impresora–, porque yo lo voy a dar eso mío.
–¿A quién?
–A Maru.
–Pero no le escribiste nada a Maru –retomé.
–Bueno, pero entonces falta un poquito más. Que no sabe los nombres pero ya pasó la Navidad. Nada le voy a decir. Feliz cumpleaños no –me devolvió retomando todos mis límites haciendo pucheros y con tono de evidente frustración.
–¿No lo querés contar algo, qué comiste hoy? –volví yo ahora con algo de culpa y una propuesta para un relato sencillo.
–¿Que comí puré y carne?
–Bueno... ¿y estaba rico?
–Sí, sí… lo probé.
–Bueno, ¿ya está?
–Listo, Papá ¿querés que juguemos un juego de chicas?
–¿Cuál?
–Como el que jugamos con Pauli.
–¿Cuál?
–¿No te gustan los juegos de chicas? –repitió ella leyendo mi cara de poco interés.
–No sé.
–¿El de cocinero? –preguntó ella.
–Sí, ese sí –respondí.
–Vamos a jugar al de cocinero, entonces –confirmó.
–Bueno –cedí finalmente.

Ahí quedaron mis propósitos para el 2013: dos ítems en una lista mínima, cartas a Maru de Navidad atrasada y aunque no sea su cumpleaños, más tiquitiquitiqui con la computadora,  y juegos de cocinero. Trabajar un poco pero ceder más, dejarse llevar, de eso parece que estará hecho el año que empieza. Más dedo y menos Luna, ¿es eso? En un año les cuento.