lunes, 4 de febrero de 2013

De rutas


Corría por la autopista con destino a Bs. As. Mi intención era llegar hasta la ciudad desde Rosario pero iba en el sentido contrario. Vaya uno a saber por qué. El camino era más arduo y distante de lo que parecía en principio —como con cualquier empresa, ¿no?— y en San Pedro (la mitad exacta del recorrido) ya sentía que no podía más. Sin embargo, avanzaba con dificultad hasta Zárate. En el peaje, donde pasaban un montón de autos, colectivos y camiones, yo me daba cuenta de que llegaba andrajoso y muy transpirado, caía en cuenta de que el esfuerzo estaba destrozándome.
Pensaba en que no tenía sentido seguir corriendo tanto, en que no ganaba nada con llegar a Capital en ese estado. Ahí, recién entonces, me daba cuenta de que estaba solo, abandonado. Que nadie podía venir en mi auxilio. Que tenía que tomar un colectivo de línea para poder entrar a la ciudad desde la autopista, porque era imposible hacerlo a pie, y que no tenía dinero ni sabía por dónde conseguirlo.
Finalmente entraba a la ciudad una calle que se bifurcaba formando una Y que dividía las manos de circulación y daba la vuelta a un lago sobre el que se organizaban todas las edificaciones. Me recibían en la casa de unos amigos de otros amigos (tal vez Eugenia, la compañera de Patri que se fue a vivir a Bolivia). Estaban dos hermanas y un hermano menor, los padres que casi no venían por la casa. Yo, como un viajante que recibía el cobijo de esta familia, me acomodaba a sus horarios y agradecía la oportunidad mientras pensaba la forma de volver a mi casa, o hacerme el espacio para escribir bajo esta tutela (mecenazgo).
Me llevaban en auto de un lugar a otro de la ciudad y yo me dejaba conducir sin oponer resistencia.
Me desperté exhausto de tanto correr de aquí para allá, como sin energía después de tanto esfuerzo físico; confundido y mareado, sin entender dónde estoy y si soy arrastrado o elijo el lugar.

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