martes, 19 de febrero de 2013

Valsecitos


Con los años uno va olvidándose un poco, si logra evitar pensar y se deja arrastrar por las horas monótonas. Muchas veces la radio ayuda porque puede ser una voz que se opone a la otra, la que nunca se calla, o música que abre la puerta a un poco de silencio, aunque sea por un rato. Sin embargo, al final siempre vuelve el pensamiento de que deben estar buscándome para que cumpla con lo pactado, el tiempo sigue pasando.
Las instrucciones habían sido claras y todo parecía de lo más simple, pero algo me detuvo el primer día y los que siguieron. No sé por qué y ya casi no me pregunto qué me pasó.
En las primeras semanas, cada vez que lo veía salir, agarraba el aparato de radio con las dos manos y bajaba el volumen al mínimo, esperando que un indicio en la serie interminable de ruidos que hacía para cerrar y trabar el salón me diera la pauta para actuar. Recuerdo que la primera tarde temblaba cuando solté el forro de cuero, justo al lado del dial, y acaricié la culata con un dedo por uno de los extremos sueltos. Decidí no moverme esa vez; quise estudiar los movimientos antes de actuar. Proyectaba en mi cabeza cada uno de los pasos, acelerada y confusamente, como en esas películas mudas que alguna vez vi: cruzar la calle, esperar que se dé vuelta, el fogonazo y la huída. Cuando el otro dobló la esquina y dejé de oírlo, volví a subir despacio el volumen de la radio; era la hora de los valsecitos.
Ya me habían dicho que no tenía por qué apurarme, que me tomara el tiempo para hacerlo bien, sin testigos ni sospechas. Eso me consolaba cada noche mientras recorría las calles oscurecidas pedaleando de vuelta a casa. Hice lo mismo el día que siguió y el otro, y seguí.
No te preocupes por nada, algo siempre vas a tener para comer y en esta casa te puedes quedar cuanto quieras —Así me habían explicado mientras me daban la radio y detallaban unas pocas cosas más.
Nunca me interesó la política ni las ideologías, pero sé como usar un arma y tengo la experiencia necesaria: he matado. Me habían dicho que esas eran las únicas condiciones esenciales para este trabajo, lo demás podía restar o sumar pero no era importante. El jefe del grupo, un petiso grueso que siempre sonreía falso como maestro de escuela, solamente me había mirado las manos ese día y había entregado ceremoniosamente un billete de cien:
No es pago —había dicho—, sólo es una ayuda para que no te falte nada. Vos estás haciendo un gran aporte a la causa. Recuerdo que esas palabras me habían hecho sentir como a esos santos que salen en procesión y a los que la gente les tira monedas y flores. Todavía guardo el billete.
Muchas cosas pasaron desde entonces. Desde este banco pude ver cómo un carro atropellaba el hijo del médico y su cajón saliendo en marcha fúnebre al día siguiente, vi al mismo doctor caminar borracho apoyándose en las paredes y escupiendo al piso cada vez que pasaba frente a la parroquia. También bajó por esta calle la mujer del comisario, corriendo de la mano del ladrón recién liberado, y lo mismo hizo el comisario en persona pero horas después, lloraba el infeliz. Sentí la nevada de 1979 y oí los cañonazos el verano siguiente, cuando la iglesia se quedó sin una de sus torres. En este tiempo el padre abrió, entró, salió y cerró las puertas, día tras día.
No pude hacerlo, no pude. Ayer venía decidido, como nunca, o tal vez sólo como esa otra vez en que salió la muchacha tapándose la cara y arreglándose la ropa. Me acuerdo que se me puso la cabeza en blanco y pensé que ése era el momento, pero el cura no atravesó la puerta esa noche, como tampoco lo hizo anoche, al menos no caminando. Me quedé esperando por varias horas, ya habían terminado los valsecitos y sonaba esa música rara como de violines. Cuando se estacionó el camioncito negro de la funeraria me di cuenta que ya no tenía nada que hacer y era mejor volver a casa. No pude pegar un ojo en toda la noche.
Regresé esta mañana, con baterías nuevas en la radio a esperar que vuelvan a arrastrarse las horas, que llegue el momento y pueda finalmente cumplir con mi misión. Hay un muerto, pero ningún tiro ha sido disparado. No es lo mismo. Tal vez cuando salga la pompa fúnebre, yo lo haga a través de la madera, quizá pueda cumplir con lo pactado y nadie tenga que venir a cobrarme, después de tanto tiempo, la deuda de un trabajo no cumplido. Me tiemblan las manos, voy a armar mucho alboroto con todas esas viejas llorando alrededor del cajón ¿y si tampoco es hoy el día? Puedo esperar otro más, sólo otro más. Quizás sea mejor subir mañana al cementerio, pedaleando despacio para llegar a la tardecita y prender la radio, sentir el olor a tierra suelta de la tumba y sentarme a escuchar unos valsecitos.

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