jueves, 14 de febrero de 2013

Habitación 308


—No me siento tan bien —dijiste hoy mientras te doblabas de dolor y se tensaban los tubos que te ataban a la cama.
Pensé en las ganas que yo tenía de salir al sol, a respirar un aire que no tuviera esa carga eléctrica de los hospitales. Pensé en los pendientes que se acumulaban en la oficina y en casa, durante los minutos que se comían lentos unos a otros en esa sala blanquísima, mientras la vida estaba en otro lado.
—Andá nomás —pediste cuando te fue posible volver sobre tu espalda, mientras mirabas ya por la misma ventana que miraba yo a los árboles vibrar como marionetas—. Andá y no te preocupes que nos vemos mañana. En un rato llega mi vieja que se queda esta noche.
Creo que dudé en responder, un segundo más de lo prudente: —No, loco. Quedate tranquilo que lo que más me gusta los jueves por la tarde es pasear por hospitales. Es como un hobby perverso que tengo. Si no estuviera con vos, estaría buscando alguna otra habitación. Las elijo por el ruido que hacen los pacientes vomitando o gimiendo de dolor. No sé, mi psiquiatra me dice que vamos a probar con otra medicación. Después te cuento.
—Sos un imbécil —replicaste cerrando los ojos.
Me acerqué para acomodarte las sábanas y no pude evitar mirar el reloj. Las tres y media. Recordé que mañana cierra el reporte para los socios y yo tengo una pila de números para revisar.
—Andá, viejo, andá que no me voy a morir hoy —me dijiste empujándome con una mano de papel ajado, de viejo libro que se quiebra si lo movés demasiado rápidamente, el fascículo de una colección infantil perdida en el tiempo.
—¿A qué hora viene tu vieja? —pregunté.
—Ya debe estar por llegar. No me hagas enojar y dejame tranquilo.
—Está bien, che —respondí y agarré el saco—. Pero vuelvo mañana y por ahí nos vamos a jugar un rato al tenis, ¿querés?
—No sé, no sé. Tenía planes para hacer una maratón a la tarde, así que si no me encontrás, hablamos a la noche para salir a tomar algo. Te llamo.
—Dale. Hablamos mañana —dije mientras abría la puerta—. ¿Llamo a la enfermera?
—No, por favor, no. Apagá la luz al salir que quiero dormir un poco.
Asentí con un gruñido y salí disparado por el pasillo.
II
Creo que el reencuentro empezó cuando te llamé porque me casaba y quería que fueras mi testigo. Había otros candidatos, pero ninguno me pareció tan acertado como vos. Es verdad que tuve que contactar antes a media docena de amigos y parientes para dar con tu nuevo teléfono. Y es que nos habíamos distanciado, como adentrados en una zona sin señal, por alguna razón que ambos supimos olvidar luego.
Entonces la reconexión fue inmediata, como había sido aquella tarde en que, con raqueta en mano, nos saludamos bajo el sol insoportable del final de la primavera del 87 ¿o fue del 88? Acababa de cumplir doce o trece años y vos recién llegarías a esa edad en los primeros meses del año siguiente. De la escuela secundaria, ni hablar: una especie de lazo permanente nos cruzaba en diferentes ocasiones: el deporte, alguna novia que intentamos enrocar y no funcionó, mi hermana, las clases de inglés donde yo aprovechaba para fumar y aprender sobre historia del rock y el mundo de la ciencia ficción.
Huí por un costado como esa vez en la que no quise ir a tu cumpleaños porque sentía que eras mi único amigo —recién hoy me doy cuenta— y la imagen de verte rodeado de tantos otros, de perder cierta exclusividad de la que creía gozar durante algunos momentos me aterraba. Me impuse entonces una prueba de supervivencia a tu amistad, que vos claramente recriminaste. Algo parecido pasa ahora ya que no estoy en la oficina ni junto a vos, pero escribo estas líneas apretadas en un bar a unas pocas cuadras de la habitación donde te vas apagando.
En el pasado, por momentos te veía enorme, social, suelto y divertido, mientras yo, incapaz de hilar una frase coherente frente a cualquier persona con la que no hubiera establecido un lazo previo con al menos cinco o siete encuentros previos, me retraía e un rincón a mirar la escena. Otras veces, imbuido en mis propios temores salía a desdeñarte para mostrar no sé qué superioridad: eras mejor en natación y yo en básquet, ambos bastante malos para el fútbol y vos, claramente, mucho más dotado para el tenis; con el ajedrez me quedaba yo la mayoría de las veces, y en lo demás estábamos bastante parejos.
De la lealtad que nos profesábamos recuerdo dos escenas imborrables: una noche de verano en el pueblo, bajo la amenaza de la banda rival, salimos a la calle a pelearnos y nos enfrentamos con amenazas y poses provocadoras con un cuchillo escondido en la manga, dispuestos al borde de matar o morir en la noche del monte; el segundo episodio fue muchos años después cuando viniste a casa y te conté que mi matrimonio estaba a muy poco de desmoronarse y me miraste con expresión seria, de esas que te he visto pocas veces en la vida. No pasó nada pero valió por todo, podríamos haber combatido en una guerra, ser ladrones de bancos, expedicionarios a alguno de los polos o iniciado una revolución, pero nos tocaron otros tiempos, otras prioridades, otra historia.
De mi parte, aunque mezquina y toscamente, todavía recuerdo el día, cerca de seis meses antes de tu casamiento, cuando me contaste que te mudabas con ella. Me parece que lo hiciste casi pidiendo disculpas.
—Ya estamos grandes y no sirve de nada dar tantas vueltas —fue tu justificación a que no hubieran pasado más que algunas semanas desde que habían formalizado la relación. Creo que apenas asentí con un gruñido, ya que ambos sabíamos que el amor se iba con esa novia de la secundaria con la que habían intentado sin éxito una última vez el verano anterior.
Te fuiste a otro país con el trabajo de tus sueños y volvimos a dejar de hablar, en un nuevo silencio, ahora lleno de cotidianeidades distintas y el temor a confirmar que llegamos a traicionar a quienes habíamos sido —y seguíamos siendo en lo profundo—. Tu papá murió en el medio y viniste al entierro. No me gustan los cementerios por lo que no nos cruzamos en ese momento. La verdad es que te debía un abrazo que pude darte a tu regreso, casi quince años después.
Esta última vuelta fue hace más o menos un año, para ese tratamiento experimental que te recomendaba retomar contacto con no sé qué pasado. Entonces no se te veía tan mal y la verdad es que creía que era uno de esos cuentos tuyos para esconder que no aguantabas más el extranjero y querías volver, pero no podías aceptar que eras un argentino promedio que no se bancaba estar lejos del dulce de leche, el asado, la familia y las amistades falsas.
Si hubiese sabido que me iba a quedar tan solo no habría contestado el correo electrónico donde me contabas tu regreso. Ahora que atardece, siguen apagadas las luces de la habitación 308 y me doy cuenta de que todavía sos mi único amigo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario