Para Pepo,
él entiende de números y legados
él entiende de números y legados
Un legado
para vos
2.874
Todo lo que sigue fue escrito para vos. Aunque
no nos conozcamos ni nos hayamos presentado, el hecho de que estas páginas
estén en tu poder no es ninguna coincidencia.
Voy a explicarte lo que pasó con aquel viejo y
con su legado.
La primera vez que lo vi, él estaba sentado en
la Sala de Espera del subsuelo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Ya
sabés: ahí se tramita el apostillado para la presentación de documentos en el
extranjero. Me toca ir de vez en cuando, aunque no con tanta frecuencia como a
los bancos o a la escribanía.
Al igual que todos los que esperábamos en la
Sala, el viejo sostenía un pequeño papel plastificado. Yo había pasado por ahí
algunas veces, reconocía de vista a dos o tres empleados y algún que otro
colega. Pero no al viejo.
De todas maneras, antes de contarte de ese día,
del día en que el viejo me pasó el legado, debo explicarte cómo funciona el
Sistema. Como repetía uno de los socios de la inmobiliaria ―y fue lo primero
que me dijo cuando acepté este trabajo―, “A cada uno le toca su parte, y cada
paso tiene su importancia”. Creo que intentaba darle valor a mi puesto, pero no
sabía que estaba pronunciando un presagio. Ya vas a entender.
Prestá atención: en la esquina de Arenales hay
que entrar por la puerta giratoria, pasar por el detector de metales y también
por una breve revisión policial. Después se hace la fila para entregar los
trámites en el mostrador. Ahí te dan un pequeño papel plastificado con un
número impreso. Mi primer número, el 223 ―si no recuerdo mal―, me desesperó:
anticipé una larga estadía en el Ministerio. Ya me había dicho Marta que me
cuidara en esos encargos: uno sabe cuándo los empieza, pero no sabe cuándo va a
poder zafarse. Me dijo algo así, que escrito de esta manera parece la cosa más
cotidiana de este oficio. Pero sonó más dramático, con esa voz que usa para
contar historias de la época en que ella se encargaba de este trabajo. Ante
esos relatos, uno se la imagina como el correo del Zar. Una Miguela Strogoff
jugándose la vida en el frente de batalla.
Esa primera vez en el Ministerio, mientras
protestaba contra la suerte, una voz que provenía del altoparlante se dio a
escupir cifras sin orden ni correlación alguna. Mediante rudimentarios
cálculos, traté de entender por qué el 138 podía venir después del 405 y antes
del 111. Desistí: no pude elucidar ninguna lógica que explicara la secuencia ―o
la falta de secuencia―. Después comprendí que los números eran una simple
identificación de la gestión individual, que bien podrían haber sido palabras
al azar. Es decir: siempre y cuando hubiera pares de símbolos ―uno para marcar
el trámite internamente, otro para entregárselo al gestor―, el sistema podría
funcionar con cualquier signo.
Todo se veía sencillo. Sin embargo, una idea fue
creciendo en mí, pensando en combinaciones y pares: imaginé que, en esa cueva
de papeles y esperas, se celebraba ―o estaba a punto de celebrarse― un ritual
siniestro. Un ritual del que yo era testigo y parte. Algo como lo que te podría
pasar a vos ahora, mientras estás leyendo estas líneas.
No podía entenderlo claramente entonces, pero
el temor crecía con los minutos. El llamado de mi número resultó un alivio:
trascendía la mera tramitación a punto de cumplirse.
Gracias al volantazo de un colectivero que casi
me aplasta al cruzar Santa Fe, olvidé rápidamente esas oscuras sospechas y regresé
al trabajo.
2.278
Unas semanas después, me tocó volver a
tramitar el apostillado. No sospechaba que en esa ocasión vería al viejo por
primera vez… y que todo cambiaría para mí.
Seguí el procedimiento habitual. Y, mientras
escuchaba la voz recitar el monótono poema matemático, volvió a mí la atmósfera
de la vez anterior: pensé que habría sido más divertido si los pares fuesen
complementarios en lugar de idénticos. Algo así como que el trámite se llamara
Antonio… y se levantara alguien con el cartón “Cleopatra”. Y lo mismo con
Borges y Kodama, o mejor con Borges y Bioy Casares... o con Mickey Mouse y
Pluto. Pavadas, en suma.
Cuando me tocó buscar mis papeles, ahí fue que
vi al viejo: estaba sentado en una fila contra la pared, en diagonal al
mostrador y enfrentando al mayor grupo de sillas, justo detrás de una columna
que hacía que el policía de plantón no pudiera verlo. No había nada fuera de lo
común en su aspecto ni en su postura.
Lo que llamó mi atención fue el empaque
juvenil, la precisión de sus manos: todos los viejos que había conocido hasta
entonces temblaban, y en cambio él acariciaba su número lentamente, ejecutando
un minúsculo concierto de violín.
Cuando pasé a su lado, levantó la cabeza y me miró
con sus ojos como escombros.
―Buen día ―dije por reflejo, sin poder
evitarlo: no habían sido en vano tantas indicaciones amorosas de mi madre, sus
dedos engarfiados apretándome la nuca en las presentaciones sociales.
Él sonrió tímidamente y guardó su papel en un
bolsillo del saco.
Creo que no fue coincidencia: el viejo
esperaba a alguien o a algo… y se me ocurrió saludarlo justo a mí.
1.996
Volví días después: a un estampillado le
faltaba una firma. Entregué mi documentación, memoricé el número y me lo guardé.
Cuando caminaba en busca de un asiento, volví
a ver al viejo: ocupaba la misma posición.
Me miró. Levantó las cejas, y yo
inconscientemente repetí el gesto, en espejo.
Si este empieza a hablar, pensé, no termina
más.
Me senté dejando tres lugares vacíos para que
no le quedaran dudas: este muchacho no quiere charla, abuelo.
Las cifras fueron sucediéndose, y quise
convencerme de que su turno llegaría pronto.
Calculé que faltaba poco para que me
devolvieran el trámite: no era un método exacto, pero había aprendido que cierto
orden se respetaba. Así, los que anticipábamos la cercanía de nuestro turno nos
sentábamos en el borde de la silla, en posición de a-sus-marcas-listos. O
directamente nos íbamos acercando y acercando al mostrador. Y pienso que, con
un poco más de suerte, yo habría escapado a mi destino.
El viejo no se movía de su puesto. No se
incorporaba ni parecía seguir los números que resonaban en la sala. Recorría
una y otra vez los bordes de su pequeño rectángulo. Lo giraba entre los dedos,
abstraído.
Pasaron unas veinte personas, y el viejo seguía
igual. Me dije: Espera cumplir con mucho más que un trámite. Trascendencia. Lo
mismo habría estado esperando la primera vez que me lo crucé.
El viejo se contrajo en un quejido. Al
principio creí que se reía, con una risa deformada que sonaba a motor que no
arranca. Era un acceso de tos.
Recordé los ataques epilépticos de un primo
mío. No sé por qué. Tal vez porque el viejo me parecía un nene extraviado.
Me acerqué para entender si se recuperaba o había
que llamar al guardia.
Ya estábamos cara a cara, y él estiró los
brazos como anclas, se prendió de mis solapas y me arrastró a su convulsión. Me
salpicó su tos helada rompiéndole contra los dientes, con el aliento a mitos
muertos que ya no deberían asustar a nadie.
Para no caer sobre él, estiré las piernas y
trabé un brazo contra la pared atrás del asiento. La sala se me oscureció como
en el inicio de un desmayo.
Me soltó y recuperó su posición, carraspeando
más aliviado. Entrecruzó los dedos sobre el pecho y cerró los ojos.
Esto último que te escribo sucedió en un
segundo, y la escena se completó con mi número sonando en los altoparlantes.
Caminando hacia el mostrador, miré por última vez al viejo y creí ―o creo ahora―
que sonrió con los ojos todavía cerrados. Saqué mi identificación, la
intercambié por los papeles y salí a la calle.
Nada más pasó ese día, ni durante muchos días,
que pudiera relacionar con el incidente del viejo. Hasta anteayer, cuando fui a
buscar a la tintorería el saco, arruinado en aquel Festival del Esputo.
El japonés me entregó la prenda, sacó de un
cajoncito un billete de dos pesos y un plástico descolorido: los objetos que yo
había olvidado en los bolsillos. Entendí la procedencia del plástico. No había
dudas: era un número de los que entregan en Cancillería, un identificador de
apostillado. Todo coincidía: el peso, la forma, el tipo de material. Tengo
buena memoria táctil, tal vez para compensar mi falta de vista. Eso sí: toda
inscripción se había borrado.
Le pregunté al tintorero dónde lo había encontrado,
y me señaló el bolsillo derecho del saco colgado en la percha de alambre.
De mi
saco. Imposible.
―¿Está seguro?
El honorable inclinó la cabeza, mostrando la
marca que el plástico había hecho en la tela al calentarse por la plancha. Creo
que esperó que me enojara porque lo había blanqueado junto con la ropa, o
porque había arruinado la prenda.
Pero yo no estaba con ánimo para discutir por
bagatelas. Sólo pude pagar y salir del negocio sin pronunciar más palabras.
El número no era mío, era imposible que lo fuera:
tendría que haber dejado algún trámite sin concluir para haberlo llevado
encima.
Me lo había puesto él. El viejo.
¿Por qué?
Recordé el momento con detalle, me forcé a
verlo. Sí, yo no lo imaginaba: lo estaba recordando perfectamente. Él me había
deslizado en el saco, en ese aparatoso acto de prestidigitación, su cartoncito.
Pero… ¿Por qué? ¿Para qué?
Caminé hasta el departamento. En la puerta, tuve
que soltar el cuadrado blanco ―venía girándolo entre los dedos, sin darme
cuenta de lo que hacía― para poder sacar la llave.
Antes de acostarme, no queriendo admitir lo
inexplicable de lo sucedido, tiré a la basura el maldito número.
1.235
Desperté antes de que sonara la alarma del
reloj: mis dedos acariciaban una superficie lisa y suave. Un espejo.
¿El cartón, que descansaba mudo sobre la
almohada?
¡El cartón, que había resucitado, quien sabe
cómo carajos, de su tumba del tacho! ¡Un cartón zombi!
Todo debía ser el resultado de una pesadilla
que no podía recordar. Y como no hay aprensión, como no hay miedo que una buena
rutina ―una aburrida rutina― no pueda disipar a fuerza de costumbre, salí para
el trabajo.
Decidí ir caminando: si algo te enseña esta
profesión, es que podés llegar caminando a cualquier lado.
Entre los edificios se colaba un cielo helado,
que me provocó un escalofrío, como si alguien me ajustara los alambres que
atraviesan los músculos y los nervios. En el camino a la oficina, me fui dando
cuenta, hasta que la revelación se hizo súbita: en todo había una relación
simétrica. Los números de los colectivos se repetían o se invertían: en una
cuadra, el 38; en la siguiente, el 83. Si una señora le gritaba a su perro, en
la otra esquina un perro le ladraba a un señor. Ese señor cargaba compras de
verdulería, y un poco más allá un nene chupaba con fruición una naranja. Por
detrás del pibe se besaba una pareja, sin dejar de caminar, con tal deleite que
podría decirse que se saboreaban.
Necesitaba comentar con alguien lo que estaba
sucediéndome. Junté a Marta y a los muchachos de Sistemas, gente seria por
naturaleza. Ya te conté que Marta antes hacía este trabajo, se las vivió todas.
Los de Sistemas me dijeron que, aun cuando yo tuviera razón y ese fuera el
número del viejo, la cuestión no tenía ninguna importancia: pasa en todos lados
que las personas dejan trámites sin concluir, olvidados en las oficinas de
cientos de secretarías, hospitales, ministerios y registros civiles. Que estaba
dándole demasiada trascendencia al asunto. Trascendencia. Y Marta, mientras, no
decía nada.
Lo que yo había escuchado me resultaba
razonable, pero me quedé pensando en todo el esfuerzo que el viejo había puesto.
Esa tos, esa desesperación.
Volví a cruzarme con Marta después del
almuerzo. Cuando nos encontramos solos, habló.
―Lo que vos tenés es un testimonio, pibe ―dijo
frotando con la esponja un envase manchado con salsa.
―¿Un testimonio de qué?
―Un testimonio. Lo que te pasó el viejo, ese
papelito que vos guardás ahí. ―Marta señaló mi pecho con su mentón―. Es como
una posta. Tenés que pasárselo a otro antes de que se te acabe el tiempo.
―¿Qué tiempo? ¿Qué otro?
―Dame ―dijo, y yo le pasé el cuadrado―. Está
blanqueado por fuera, pero eso no es lo importante. ―Marta todavía chorreaba un
poco de espuma―. Vi una vez uno de estos, de lejos. Casi no me acordaba.
Fijate.
Metió su uña en una esquina y empujó. Iba
abriéndolo lentamente. Lo despanzurraba, mejor dicho. Aluciné que iba a
chorrear algo de adentro, pero no: la piel se arqueó como un pez pudriéndose al
sol. Marta terminó de separar el cuero. Lo hizo hacia adelante, solo para mis
ojos, de manera que ella no pudiera ver lo que contenían las capas de plástico.
Había un número.
―¿Viste? ―me preguntó con los ojos bien
abiertos.
―Hay un número.
―¡Exacto! Ese número es el tiempo que te queda
para pasar el legado. Si no lo hacés dentro del plazo, te va a caer encima la
Maldición de los Cadetes.
Se burlaba de mí, sin duda.
―Me estás jodiendo, Marta.
No. No me estaba jodiendo: la seriedad de su
cara me contradecía.
―La eternidad en la sala de espera ―siguió diciendo―.
Esperar para siempre en el lugar donde lo recibiste. Un viaje por avenida
Rivadavia en un bondi que nunca llega a ningún destino. Algo así. La Maldición
de los Cadetes.
―Pero es un número alto. Como el trescien...
―… ¡no! No digas nada, el número puede ser la
cantidad de minutos o de días. No se sabe. Lo importante es que no esté en tus manos
cuando se acabe el tiempo. El plazo, vos viste.
Dejó el plástico sobre la mesada mojada, y el
pescadito terminó de plegarse sobre sí mismo. Si no hubiera sabido lo que
contenía, habría jurado que era un bichito inocente.
Marta salió, y yo decidí volver a guardar el
papel y dejar pasar el tiempo. ¿Pescados en la costa? ¿Viejos canallas y
números malditos?
Recordé otra de las máximas del socio de la
inmobiliaria: “Estupideces de empleados con demasiado tiempo para fantasear”.
Pensé en los muchachos de sistemas: gente
sensata; debían tener razón.
Pero Marta también era una tipa sensata.
464
De nuevo en una sala de espera, pero esta vez
de un hospital o algo por el estilo. Pasaba al consultorio. El médico me
examinaba: me contaba los dedos y torcía la boca cuando comparaba las manos,
mis manos, que yo veía a la distancia, en una película gastada. En la derecha
faltaba un dedo, el más chico.
―Hay que emparejarlos ―me decía el tipo, y le
gritaba a la enfermera, que entraba al instante con unas tijeras de podar.
Sin dudarlo, deslizaba el filo en la coyuntura
del meñique izquierdo. Yo no podía mover un músculo. El pico de acero me quemó
al cerrarse con un graznido seco.
Desperté.
Una línea blanca en las yemas testimoniaba la
fuerza con que había oprimido el rectángulo entre los dedos.
Me vestí sin pensar qué estaba poniéndome y salí
a la calle. Caminé de cara a la fría neblina.
Una pesadilla. Si pudiera escaparme y dejar todo
atrás.
Otra vez en la sala de espera, otra vez en el
frío subsuelo de Cancillería. Ahora en la butaca que había ocupado a su vez el
viejo. En su camino al mostrador, un mensajero me golpeó con el casco. Ni me
vio, creo.
El enorme reloj colgando en la pared marcaba
las once y media. Habían pasado más de tres horas desde que salí de casa. Tres
horas de las que sólo recordaba el filo plastificado mordiéndome los dedos
romos. Sin uñas, no encontraba con qué palanquear entre las aletas para volver
a separarlas. Lo logré con los dientes. Sabía a tripas. La cifra se había
precipitado como una plomada en el agua. Pescado, estar pescado. Cazado.
Entrampado.
Hui corriendo. El policía de la puerta ni me miró.
180
Seguí hasta la oficina sin disminuir el paso. Fui
al encuentro de Marta.
―No entiendo ―le dije―. El número se achica.
―Es obvio. Es una cuenta regresiva. Creí que
ya te lo había dicho, ¿no?
Me lo había dicho. Me lo había dicho, y yo no
quise creerle.
―Está bien. Me lo dijiste. Pero ahora decime
qué puedo hacer. Ayudame.
―Es fácil. Ya te lo dije. Creí que eras un
poco más vivo, vos. Tenés que capturar la atención de alguien y pasarle el
número, justo antes de que llegue a cero.
―¿Para qué?
―Para que la maldición se reinicie en otro. Así
zafás.
Así zafó el viejo, pensé. Conmigo zafó: yo le
recibí el legado.
Robé un block de hojas y una birome del
escritorio de Marta. En el bar de la esquina, escribí esto como pude.
41
Lo que estoy haciendo está mal. Y seguramente
no te lo merezcas. Qué sé yo. No sé. Te pido disculpas, si de algo sirve. No me
queda más tiempo ahora. Ojalá que vos también encuentres una manera de pasar
este legado.
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