miércoles, 26 de junio de 2019

Un legado para vos


Para Pepo,
él entiende de números y legados


Un legado para vos


2.874

Todo lo que sigue fue escrito para vos. Aunque no nos conozcamos ni nos hayamos presentado, el hecho de que estas páginas estén en tu poder no es ninguna coincidencia.
Voy a explicarte lo que pasó con aquel viejo y con su legado.
La primera vez que lo vi, él estaba sentado en la Sala de Espera del subsuelo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Ya sabés: ahí se tramita el apostillado para la presentación de documentos en el extranjero. Me toca ir de vez en cuando, aunque no con tanta frecuencia como a los bancos o a la escribanía.
Al igual que todos los que esperábamos en la Sala, el viejo sostenía un pequeño papel plastificado. Yo había pasado por ahí algunas veces, reconocía de vista a dos o tres empleados y algún que otro colega. Pero no al viejo.
De todas maneras, antes de contarte de ese día, del día en que el viejo me pasó el legado, debo explicarte cómo funciona el Sistema. Como repetía uno de los socios de la inmobiliaria ―y fue lo primero que me dijo cuando acepté este trabajo―, “A cada uno le toca su parte, y cada paso tiene su importancia”. Creo que intentaba darle valor a mi puesto, pero no sabía que estaba pronunciando un presagio. Ya vas a entender.
Prestá atención: en la esquina de Arenales hay que entrar por la puerta giratoria, pasar por el detector de metales y también por una breve revisión policial. Después se hace la fila para entregar los trámites en el mostrador. Ahí te dan un pequeño papel plastificado con un número impreso. Mi primer número, el 223 ―si no recuerdo mal―, me desesperó: anticipé una larga estadía en el Ministerio. Ya me había dicho Marta que me cuidara en esos encargos: uno sabe cuándo los empieza, pero no sabe cuándo va a poder zafarse. Me dijo algo así, que escrito de esta manera parece la cosa más cotidiana de este oficio. Pero sonó más dramático, con esa voz que usa para contar historias de la época en que ella se encargaba de este trabajo. Ante esos relatos, uno se la imagina como el correo del Zar. Una Miguela Strogoff jugándose la vida en el frente de batalla.
Esa primera vez en el Ministerio, mientras protestaba contra la suerte, una voz que provenía del altoparlante se dio a escupir cifras sin orden ni correlación alguna. Mediante rudimentarios cálculos, traté de entender por qué el 138 podía venir después del 405 y antes del 111. Desistí: no pude elucidar ninguna lógica que explicara la secuencia ―o la falta de secuencia―. Después comprendí que los números eran una simple identificación de la gestión individual, que bien podrían haber sido palabras al azar. Es decir: siempre y cuando hubiera pares de símbolos ―uno para marcar el trámite internamente, otro para entregárselo al gestor―, el sistema podría funcionar con cualquier signo.
Todo se veía sencillo. Sin embargo, una idea fue creciendo en mí, pensando en combinaciones y pares: imaginé que, en esa cueva de papeles y esperas, se celebraba ―o estaba a punto de celebrarse― un ritual siniestro. Un ritual del que yo era testigo y parte. Algo como lo que te podría pasar a vos ahora, mientras estás leyendo estas líneas.
No podía entenderlo claramente entonces, pero el temor crecía con los minutos. El llamado de mi número resultó un alivio: trascendía la mera tramitación a punto de cumplirse.
Gracias al volantazo de un colectivero que casi me aplasta al cruzar Santa Fe, olvidé rápidamente esas oscuras sospechas y regresé al trabajo.


2.278

Unas semanas después, me tocó volver a tramitar el apostillado. No sospechaba que en esa ocasión vería al viejo por primera vez… y que todo cambiaría para mí.
Seguí el procedimiento habitual. Y, mientras escuchaba la voz recitar el monótono poema matemático, volvió a mí la atmósfera de la vez anterior: pensé que habría sido más divertido si los pares fuesen complementarios en lugar de idénticos. Algo así como que el trámite se llamara Antonio… y se levantara alguien con el cartón “Cleopatra”. Y lo mismo con Borges y Kodama, o mejor con Borges y Bioy Casares... o con Mickey Mouse y Pluto. Pavadas, en suma.
Cuando me tocó buscar mis papeles, ahí fue que vi al viejo: estaba sentado en una fila contra la pared, en diagonal al mostrador y enfrentando al mayor grupo de sillas, justo detrás de una columna que hacía que el policía de plantón no pudiera verlo. No había nada fuera de lo común en su aspecto ni en su postura.
Lo que llamó mi atención fue el empaque juvenil, la precisión de sus manos: todos los viejos que había conocido hasta entonces temblaban, y en cambio él acariciaba su número lentamente, ejecutando un minúsculo concierto de violín.
Cuando pasé a su lado, levantó la cabeza y me miró con sus ojos como escombros.
―Buen día ―dije por reflejo, sin poder evitarlo: no habían sido en vano tantas indicaciones amorosas de mi madre, sus dedos engarfiados apretándome la nuca en las presentaciones sociales.
Él sonrió tímidamente y guardó su papel en un bolsillo del saco.
Creo que no fue coincidencia: el viejo esperaba a alguien o a algo… y se me ocurrió saludarlo justo a mí.


1.996

Volví días después: a un estampillado le faltaba una firma. Entregué mi documentación, memoricé el número y me lo guardé.
Cuando caminaba en busca de un asiento, volví a ver al viejo: ocupaba la misma posición.
Me miró. Levantó las cejas, y yo inconscientemente repetí el gesto, en espejo.
Si este empieza a hablar, pensé, no termina más.
Me senté dejando tres lugares vacíos para que no le quedaran dudas: este muchacho no quiere charla, abuelo.
Las cifras fueron sucediéndose, y quise convencerme de que su turno llegaría pronto.
Calculé que faltaba poco para que me devolvieran el trámite: no era un método exacto, pero había aprendido que cierto orden se respetaba. Así, los que anticipábamos la cercanía de nuestro turno nos sentábamos en el borde de la silla, en posición de a-sus-marcas-listos. O directamente nos íbamos acercando y acercando al mostrador. Y pienso que, con un poco más de suerte, yo habría escapado a mi destino.
El viejo no se movía de su puesto. No se incorporaba ni parecía seguir los números que resonaban en la sala. Recorría una y otra vez los bordes de su pequeño rectángulo. Lo giraba entre los dedos, abstraído.
Pasaron unas veinte personas, y el viejo seguía igual. Me dije: Espera cumplir con mucho más que un trámite. Trascendencia. Lo mismo habría estado esperando la primera vez que me lo crucé.
El viejo se contrajo en un quejido. Al principio creí que se reía, con una risa deformada que sonaba a motor que no arranca. Era un acceso de tos.
Recordé los ataques epilépticos de un primo mío. No sé por qué. Tal vez porque el viejo me parecía un nene extraviado.
Me acerqué para entender si se recuperaba o había que llamar al guardia.
Ya estábamos cara a cara, y él estiró los brazos como anclas, se prendió de mis solapas y me arrastró a su convulsión. Me salpicó su tos helada rompiéndole contra los dientes, con el aliento a mitos muertos que ya no deberían asustar a nadie.
Para no caer sobre él, estiré las piernas y trabé un brazo contra la pared atrás del asiento. La sala se me oscureció como en el inicio de un desmayo.
Me soltó y recuperó su posición, carraspeando más aliviado. Entrecruzó los dedos sobre el pecho y cerró los ojos.
Esto último que te escribo sucedió en un segundo, y la escena se completó con mi número sonando en los altoparlantes. Caminando hacia el mostrador, miré por última vez al viejo y creí ―o creo ahora― que sonrió con los ojos todavía cerrados. Saqué mi identificación, la intercambié por los papeles y salí a la calle.
Nada más pasó ese día, ni durante muchos días, que pudiera relacionar con el incidente del viejo. Hasta anteayer, cuando fui a buscar a la tintorería el saco, arruinado en aquel Festival del Esputo.
El japonés me entregó la prenda, sacó de un cajoncito un billete de dos pesos y un plástico descolorido: los objetos que yo había olvidado en los bolsillos. Entendí la procedencia del plástico. No había dudas: era un número de los que entregan en Cancillería, un identificador de apostillado. Todo coincidía: el peso, la forma, el tipo de material. Tengo buena memoria táctil, tal vez para compensar mi falta de vista. Eso sí: toda inscripción se había borrado.
Le pregunté al tintorero dónde lo había encontrado, y me señaló el bolsillo derecho del saco colgado en la percha de alambre.
De mi saco. Imposible.
―¿Está seguro?
El honorable inclinó la cabeza, mostrando la marca que el plástico había hecho en la tela al calentarse por la plancha. Creo que esperó que me enojara porque lo había blanqueado junto con la ropa, o porque había arruinado la prenda.
Pero yo no estaba con ánimo para discutir por bagatelas. Sólo pude pagar y salir del negocio sin pronunciar más palabras.
El número no era mío, era imposible que lo fuera: tendría que haber dejado algún trámite sin concluir para haberlo llevado encima.
Me lo había puesto él. El viejo.
¿Por qué?
Recordé el momento con detalle, me forcé a verlo. Sí, yo no lo imaginaba: lo estaba recordando perfectamente. Él me había deslizado en el saco, en ese aparatoso acto de prestidigitación, su cartoncito. Pero… ¿Por qué? ¿Para qué?
Caminé hasta el departamento. En la puerta, tuve que soltar el cuadrado blanco ―venía girándolo entre los dedos, sin darme cuenta de lo que hacía― para poder sacar la llave.
Antes de acostarme, no queriendo admitir lo inexplicable de lo sucedido, tiré a la basura el maldito número.


1.235

Desperté antes de que sonara la alarma del reloj: mis dedos acariciaban una superficie lisa y suave. Un espejo.
¿El cartón, que descansaba mudo sobre la almohada?
¡El cartón, que había resucitado, quien sabe cómo carajos, de su tumba del tacho! ¡Un cartón zombi!
Todo debía ser el resultado de una pesadilla que no podía recordar. Y como no hay aprensión, como no hay miedo que una buena rutina ―una aburrida rutina― no pueda disipar a fuerza de costumbre, salí para el trabajo.
Decidí ir caminando: si algo te enseña esta profesión, es que podés llegar caminando a cualquier lado.
Entre los edificios se colaba un cielo helado, que me provocó un escalofrío, como si alguien me ajustara los alambres que atraviesan los músculos y los nervios. En el camino a la oficina, me fui dando cuenta, hasta que la revelación se hizo súbita: en todo había una relación simétrica. Los números de los colectivos se repetían o se invertían: en una cuadra, el 38; en la siguiente, el 83. Si una señora le gritaba a su perro, en la otra esquina un perro le ladraba a un señor. Ese señor cargaba compras de verdulería, y un poco más allá un nene chupaba con fruición una naranja. Por detrás del pibe se besaba una pareja, sin dejar de caminar, con tal deleite que podría decirse que se saboreaban.
Necesitaba comentar con alguien lo que estaba sucediéndome. Junté a Marta y a los muchachos de Sistemas, gente seria por naturaleza. Ya te conté que Marta antes hacía este trabajo, se las vivió todas. Los de Sistemas me dijeron que, aun cuando yo tuviera razón y ese fuera el número del viejo, la cuestión no tenía ninguna importancia: pasa en todos lados que las personas dejan trámites sin concluir, olvidados en las oficinas de cientos de secretarías, hospitales, ministerios y registros civiles. Que estaba dándole demasiada trascendencia al asunto. Trascendencia. Y Marta, mientras, no decía nada.
Lo que yo había escuchado me resultaba razonable, pero me quedé pensando en todo el esfuerzo que el viejo había puesto. Esa tos, esa desesperación.
Volví a cruzarme con Marta después del almuerzo. Cuando nos encontramos solos, habló.
―Lo que vos tenés es un testimonio, pibe ―dijo frotando con la esponja un envase manchado con salsa.
―¿Un testimonio de qué?
―Un testimonio. Lo que te pasó el viejo, ese papelito que vos guardás ahí. ―Marta señaló mi pecho con su mentón―. Es como una posta. Tenés que pasárselo a otro antes de que se te acabe el tiempo.
―¿Qué tiempo? ¿Qué otro?
―Dame ―dijo, y yo le pasé el cuadrado―. Está blanqueado por fuera, pero eso no es lo importante. ―Marta todavía chorreaba un poco de espuma―. Vi una vez uno de estos, de lejos. Casi no me acordaba. Fijate.
Metió su uña en una esquina y empujó. Iba abriéndolo lentamente. Lo despanzurraba, mejor dicho. Aluciné que iba a chorrear algo de adentro, pero no: la piel se arqueó como un pez pudriéndose al sol. Marta terminó de separar el cuero. Lo hizo hacia adelante, solo para mis ojos, de manera que ella no pudiera ver lo que contenían las capas de plástico.
Había un número.
―¿Viste? ―me preguntó con los ojos bien abiertos.
―Hay un número.
―¡Exacto! Ese número es el tiempo que te queda para pasar el legado. Si no lo hacés dentro del plazo, te va a caer encima la Maldición de los Cadetes.
Se burlaba de mí, sin duda.
―Me estás jodiendo, Marta.
No. No me estaba jodiendo: la seriedad de su cara me contradecía.
―La eternidad en la sala de espera ―siguió diciendo―. Esperar para siempre en el lugar donde lo recibiste. Un viaje por avenida Rivadavia en un bondi que nunca llega a ningún destino. Algo así. La Maldición de los Cadetes.
―Pero es un número alto. Como el trescien...
―… ¡no! No digas nada, el número puede ser la cantidad de minutos o de días. No se sabe. Lo importante es que no esté en tus manos cuando se acabe el tiempo. El plazo, vos viste.
Dejó el plástico sobre la mesada mojada, y el pescadito terminó de plegarse sobre sí mismo. Si no hubiera sabido lo que contenía, habría jurado que era un bichito inocente.
Marta salió, y yo decidí volver a guardar el papel y dejar pasar el tiempo. ¿Pescados en la costa? ¿Viejos canallas y números malditos?
Recordé otra de las máximas del socio de la inmobiliaria: “Estupideces de empleados con demasiado tiempo para fantasear”.
Pensé en los muchachos de sistemas: gente sensata; debían tener razón.
Pero Marta también era una tipa sensata.


464

De nuevo en una sala de espera, pero esta vez de un hospital o algo por el estilo. Pasaba al consultorio. El médico me examinaba: me contaba los dedos y torcía la boca cuando comparaba las manos, mis manos, que yo veía a la distancia, en una película gastada. En la derecha faltaba un dedo, el más chico.
―Hay que emparejarlos ―me decía el tipo, y le gritaba a la enfermera, que entraba al instante con unas tijeras de podar.
Sin dudarlo, deslizaba el filo en la coyuntura del meñique izquierdo. Yo no podía mover un músculo. El pico de acero me quemó al cerrarse con un graznido seco.


Desperté.
Una línea blanca en las yemas testimoniaba la fuerza con que había oprimido el rectángulo entre los dedos.
Me vestí sin pensar qué estaba poniéndome y salí a la calle. Caminé de cara a la fría neblina.
Una pesadilla. Si pudiera escaparme y dejar todo atrás.


Otra vez en la sala de espera, otra vez en el frío subsuelo de Cancillería. Ahora en la butaca que había ocupado a su vez el viejo. En su camino al mostrador, un mensajero me golpeó con el casco. Ni me vio, creo.
El enorme reloj colgando en la pared marcaba las once y media. Habían pasado más de tres horas desde que salí de casa. Tres horas de las que sólo recordaba el filo plastificado mordiéndome los dedos romos. Sin uñas, no encontraba con qué palanquear entre las aletas para volver a separarlas. Lo logré con los dientes. Sabía a tripas. La cifra se había precipitado como una plomada en el agua. Pescado, estar pescado. Cazado. Entrampado.
Hui corriendo. El policía de la puerta ni me miró.


180

Seguí hasta la oficina sin disminuir el paso. Fui al encuentro de Marta.
―No entiendo ―le dije―. El número se achica.
―Es obvio. Es una cuenta regresiva. Creí que ya te lo había dicho, ¿no?
Me lo había dicho. Me lo había dicho, y yo no quise creerle.
―Está bien. Me lo dijiste. Pero ahora decime qué puedo hacer. Ayudame.
―Es fácil. Ya te lo dije. Creí que eras un poco más vivo, vos. Tenés que capturar la atención de alguien y pasarle el número, justo antes de que llegue a cero.
―¿Para qué?
―Para que la maldición se reinicie en otro. Así zafás.
Así zafó el viejo, pensé. Conmigo zafó: yo le recibí el legado.
Robé un block de hojas y una birome del escritorio de Marta. En el bar de la esquina, escribí esto como pude.


41

Lo que estoy haciendo está mal. Y seguramente no te lo merezcas. Qué sé yo. No sé. Te pido disculpas, si de algo sirve. No me queda más tiempo ahora. Ojalá que vos también encuentres una manera de pasar este legado.


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