Murder
Después del primer disparo, la
9mm le parece más liviana. Ernesto sigue gatillando hasta vaciar el cargador.
Con el aroma sutil de la
sangre recuerda su primer trabajo. Fue en el 83, también en julio, pero ya hace
muchos años. Tal vez demasiados. Esa primera vez… ¿el trabajo fue un político o
un sindicalista? Difícil asegurarlo. Lo que sí puede asegurar es que había
investigado al tipo. Había dedicado días a seguirlo y a escucharlo. Ernesto concluyó,
en ese ahora lejano momento, que el objetivo se lo merecía. Se merecía morir en
aquel “derrumbe” del estacionamiento. Y él siguió convenciéndose y aceptando
este convencimiento, durante el tiempo que transcurrió entre ese primer trabajo
y el segundo.
Después de bajar al siguiente,
se dio cuenta de que no importaba si el tipo era un santo o un hijo de puta.
Era sólo un trabajo. “Trabajo”, así los llamaban siempre: Tengo un trabajo. Fue
un trabajo duro. Trabajo terminado. O la peor de todas: Lo agarraron en un
trabajo. Alguien se atrevió a nombrarlo ―en lugar de “trabajo”― asignación,
operación, alguna carajada por el estilo. Esos tipos no duraban. Trabajo es
trabajo, y punto.
Ernesto conversó alguna vez
con un capo a punto de retirarse. Parsimonioso, el viejo le confesó que, llegado
un punto, los recuerdos y las imágenes de los trabajos se volvían insoportables.
―Son como pájaros, vos viste;
como chicharras: si vivís en el campo, siempre andan cerca y los oís de vez en
cuando. A veces hacen un ruido bárbaro y molestan, pero lo mejor es no
prestarles atención. ―El viejo se pasó la mano por encima de la cabeza y soltó
un chistido, como quien espanta un bicho―. Tenés que seguir. Porque, si parás a
prestarles atención, ahí sí que te queman el bocho. ¿Oíste alguna vez una
bandada de cuervos? En inglés se les dice murder… a murder of crows.
―¿Qué?
―Murder… a murder of crows.
Así se llama a una bandada de cuervos. Es porque hacen un ruido de muerte. Murder:
asesinato y bandada al mismo tiempo. Qué coincidencia, ¿no?
Sí, el viejo tenía razón: todos
esos recuerdos vuelven, la cara del primer trabajo vuelve, aleteando
vuelve, graznando vuelve. Y ahí está Igarzábal desparramado en la alfombra,
listo para volver cuando quiera.
No lo mires a los ojos.
Pero lo mira.
Con cara de asombro, Igarzábal
escruta el techo. Todavía no puede creer que ya esté muerto.
¿Se lo merecerá este? ¿Se
merecerá desaparecer este peladito con cara de nabo? ¿Esfumarse como quien se roba
a sí mismo para engañar al seguro? Igarzábal es ―bueno… Igarzábal fue― el
dueño de un banco. El petiso negociaba fuerte, pero nadie le guardaba rencor.
Al menos, nadie hasta el último tiempo. Tenía fama de justo y lo respetaban.
Aun con su metro sesenta y esa voz aflautada, todos lo escuchaban: empleados,
empresarios, ministros y presidentes. Había hecho buena plata, sin ostentación:
ni farándula, ni lujos. Después de enviudar en su primer matrimonio, se casó
con una prima lejana; justamente la mujer que atendió a su mujer durante los
dos años en que se la fue consumiendo la leucemia. Igarzábal tenía hábitos
sencillos, lo que complicaba bastante el trabajo de Ernesto. La única debilidad
era su casa. Los días de semana, el viejo despachaba temprano a la guardia
privada que le ponía el directorio, y después se movía tranquilo por el country:
a veces, iba al gimnasio; otras, salía a caminar por ese parque enorme que
ahora él espiaba desde la ventana. Así, todos los días. Los mismos tipos que lo
dejaban a la tarde venían a buscarlo a las nueve de la mañana.
Pero siempre pasa: llega un
punto en que, de tanto ganar, también te ganás un enemigo pesado. Y da la puta
suerte ―el bendito destino―, de que el enemigo que Igarzábal se ganó fue lo
suficientemente pesado como para que la maquinita se pusiera en movimiento.
Ernesto sabe que él mismo es el producto final de la maquinita. Antes, hay toda
una cadena de producción que va transportando paquetitos ―que entran y salen de
distintos agujeros―, hasta que un sobrecito llega a él. Y él ejecuta, hace el delivery.
Aunque esta vez lo dudó. Dudó
al aceptar el trabajo aunque viniera de una fuente confiable y los datos
estuvieran claros. Si tuviera la oportunidad después ―la oportunidad que no va
a tener―, diría que dudó porque ya presentía que todo iba a desbandarse.
Inspira por la nariz,
profundo, y exhala por la boca con un silbido. Cierra los ojos, disgrega la
metralla de imágenes que vienen a su mente.
Logra reconectarse con el
entorno. Atiende a su respiración, a sus latidos, al tictac acompasado de un
segundero, al viento alborotando el túnel de sauces del camino a la casa.
El silencio es un indicador
del nivel del country: acá no se oye el rugido permanente de los autos, como en
esos barrios que se amontonan al lado de la autopista. Acá te sentís en otro
mundo. ¿Cuánto costará una casita normal ―no este caserón―, normalita nomás:
tres habitaciones y un pedacito de verde?
Vuelve a abrir los ojos. Una
mancha roja devora el entramado de la alfombra. Levanta uno de los casquillos, se
lo acerca a la nariz: ama el olor ácido de la pólvora quemada. Eso necesita:
volver a conectarse con lo simple, con la satisfacción de un trabajo bien
hecho, con el valor de los detalles. Roza los labios contra el borde de la vaina
aún tibia, su boca contra la boca filosa de la vaina.
Recoge los otros casquillos
que ve desparramados.
Se aleja del objetivo caminando
de espaldas. Comprueba que sus pasos no dejan marcas en la alfombra. Le costó
conseguir una igual, pero por algo lo llaman a él: él sí se anticipa a casi todos
los problemas. Una alfombra idéntica, de seda y pelo insertado, espera
enrollada en la camioneta. Apoya la pistola en la mesa bajo el reloj. La mesa
es de una madera rugosa, antigua, donde no quedarán huellas. Y alinea las vainas.
¿Cuatro vainas?
Falta una.
Retira el cargador: vacío.
Mira en la recámara: nada.
Deja pistola, vainas y cargador sobre la mesa.
Puede oír su propio corazón
acelerarse en un aleteo de huida. Hay que moverse rápido y, a la vez, evitar esos
apuros que pueden estropear el trabajo. Resta subir a la camioneta y cruzar dos
controles. Fácil es decirlo, pero debe avanzar sin demora para terminar antes
de que lleguen los guardaespaldas. Son las ocho: tiene tiempo.
Chorros de transpiración le
bajan por la nuca y la espalda. Le quema la cabeza. Tendría que cortarse el
pelo, pero le gusta así: crespo y esponjoso, brillando con canas
entremezcladas. Lujos que uno puede darse al llegar honrosamente a cierta edad.
Pero pensaría en eso después; ahora, al trabajo.
Se acerca al cuerpo de
Igarzábal, lo rodea desde distintos ángulos. Se arrodilla y mira bajo los muebles.
Nada. ¿Dónde habrá volado la vaina?
Cierra los ojos otra vez, rebobina
la escena como si operara un vhs.
Ahora deben explicarlo de otra manera, con el movimiento de un mouse sobre la
línea de tiempo en una pantalla, o algo así. A él le sirve la imagen de la
Panasonic con su traqueteo de resortes y bobinas enrollando la cinta hasta el
punto de inicio.
Después de apagar el celular,
había empujado la puerta con el hombro. Abrazaba el maletín con la izquierda.
La derecha, dentro de ese maletín, empuñaba la Sig con los cinco cartuchos. Después
había cruzado el umbral, dejó caer el portafolios ―que aterrizó con un sonido
blando―. Se giró y cerró la puerta. Puso una vuelta de llave. Dio cuatro pasos
hasta el living. Parado en medio de la alfombra, Igarzábal lo miraba esperando una
explicación. Ernesto aprovechó. Con el tipo parado en el centro de la alfombra
no perdió tiempo: como quien dice “esperá un minuto”, levantó la mano izquierda
enguantada en látex y disparó con la otra. El primer tiro dio en el estómago. Igarzábal
se encorvó con un quejido de tos flemosa. Ernesto disparó al pecho ―van dos― y hubo
otro tiro ―tres― mientras seguía acercándose. Y después vinieron el cuarto y el
quinto, hacia abajo, al cuerpo ya tendido de espaldas: flap, flap,
clic, y el chasquido de la corredera. Igarzábal se apagaba sin emitir
sonido, panza arriba sobre la alfombra de seda a pelo insertado, la alfombra igual
a la que Ernesto había conseguido.
Fueron cinco tiros. ¡Mierda! Sí,
fueron cinco tiros.
Abre los ojos y vuelve a mirar
la mesa con la pistola desarmada tal como había aprendido a hacerlo en el
primer día de entrenamiento: brillaban doradas las cuatro vainas.
Ernesto escucha: muy lento, un
auto pasa frente a la casa. Acá todos respetan los carteles: “Máxima 20”, y todos a veinte. El auto se
aleja. Este barrio es un país dentro de otro país. Es un país civilizado,
dentro de otro que es un caos perfecto. Mira a Igarzábal… envidia a Igarzábal:
incluso muerto está mejor que él. ¿Venirse a vivir a un lugar así con la gorda
y los chicos? La sola idea de volverse ciudadano de ese país respetable le
revuelve las tripas. Entre dientes, recita un viejo poema que mal recuerda. Es el
lamento de un hombre roto que sólo desea volver a escuchar la voz de su mujer;
es triste, de mal agüero.
Se tira al piso y busca en
todos los rincones. Se incorpora, agarra el arma, las vainas y el cargador. Guarda
todo en el portafolios y lo deja en el piso, a un lado de la entrada. Mueve la
mesa unos centímetros: el casquillo faltante podría haber quedado entre dos muebles.
Empuja el sillón, la mesa ratona y da vuelta los almohadones. Nada.
Ana había cacareado como
tantas veces mientras peinaba a Elenita para llevarla al jardín:
―Tenés que cambiar de
trabajo, Ernesto. ¿Me escuchás? Yo no puedo sola con los chicos, tus viajes y
tus cambios de humor. No te veo contento como antes. Andás medio como chiflado,
¿sabés? El otro día dijiste que querías dedicarte a otra cosa. Vos mismo me lo dijiste.
―Mandé mi curriculum, y no me
llama nadie. ¡Dejá de cacarear, che!
Ana podía cacarear todo lo
que él quisiera, pero tenía razón. Tenía razón, aunque no supiera que a él lo
rechiflaba otra cosa. Por más que cambiara de trabajo, por más que recuperara
el equilibrio entre vida y trabajo ―o “work and life balance”, como había
explicado el experto en el seminario en Atlanta―, lo que a él lo volvía loco
era otro cacareo. Un graznido, por mejor decirlo: el grito permanente de los
cuervos.
Ernesto vuelve a respirar a
la manera de un yogui. ¡Ohm! Los casquillos siempre vuelan en la misma
dirección. ¡Ooohm! Si se mantiene el eje durante los disparos, es fácil
encontrarlos todos en un mismo lugar. Pero no están todos en el mismo lugar.
¡Falta uno, la puta que lo parió!
Apoya la espalda contra la
puerta y camina despacio repitiendo el recorrido hasta el cadáver, una vez más.
Y lo repite, una vez más. Y otra. Y en un flash tiene la noción de que en alguno
de los gatillazos cerró los ojos, como un principiante.
¿O fue…?
¿O fue el reflejo ante el batir
de unas alas negras?
Corre hasta la puerta. Abre
el maletín y desenrolla el delantal de hule. Se encaja la cofia de bordes
elásticos, cubre con cuidado el pelo y las orejas. Enseguida se acomoda las
antiparras y ajusta el barbijo.
Vuelve al cuerpo en el
living. La sangre ya se coagula en la alfombra y va trazando un mapa imposible.
Desde donde Ernesto lo mira, Igarzábal es una isla escabrosa en un rojo mar.
Lo agarra de un brazo ―el
cuerpo ya se enfría―, y lo levanta para dejarlo de costado. Ni un orificio de
salida: eso está bien, muy bien; aunque el casquillo faltante tampoco está ahí,
debajo del cadáver.
Deja caer a Igarzábal. Mueve el
pie, pero lo hace demasiado lentamente y se mancha de sangre el zapato. ¡Son zapatos
nuevos! Puta, hay muertos que molestan más que los vivos.
¿Dónde ha escuchado eso?
Ahora no importa. Empuja fuera de la alfombra el sofá y la mesa, y enrolla el cuerpo.
Cuando planea el camino por donde arrastrar el enorme canelón hasta la
camioneta, suena el timbre.
―Señor... ¿está ahí? ―llama
una voz en la entrada.
Con tres zancadas sigilosas,
Ernesto se acerca a la puerta. Se encaja aun más los guantes, instintivamente:
no descarta que deba madrugar a alguien más.
―¡Señor! ―la voz chilla con
más fuerza―. ¡Se olvidó otra vez la llave en la puerta y no puedo entrar!
La espía por la mirilla. La sierva
―que llegó temprano, se cayó de la cama la negra esta― se mueve a un lado y a otro,
acomodándose los lentes, que se le patinan de la nariz. Y saca algo de la
cartera. Un telefonito. ¿A quién va a llamar?
Ernesto abre la puerta y la
interrumpe. Oculto tras el barbijo y las antiparras, le habla cortés:
―Buen día, señora. No se
asuste. Estamos desinfectando el altillo por problemas con roedores. ―Señala la
camioneta estacionada en el frente―. Ratas mordedoras, ¿vio? El señor nos avisó
que usted llegaría, pero nunca pensamos que sería tan madrugadora.
Sin perder el gesto severo,
la empleada guarda el celular y sonríe:
―Aproveché la fresca de la
mañana: hoy va a apretar el calor. Y a mí nadie me dijo que iban a venir a
desinfectar.
―Es que hubo algunos casos de
leptospirosis en el barrio ―sigue él con naturalidad, mientras la agarra del
codo y la “conduce” adentro unos pasos, ya en el hall―. Hasta rabia hay. Por
las mordeduras, usted sabe.
Él vuelve a cerrar y trabar
la puerta. Disfruta viendo cómo la negra evita mirar el piso. Está aterrorizada
la pobre. A lo mejor el barbijo la asusta. Y no sólo el barbijo: con esa cofia
y ese guardapolvo de científico loco, seguro que cualquier mina que tenga
adelante se le caga encima. Sí: la tipa está bien aterrorizada.
Y la que te espera.
Ella se saca el abrigo y cuelga
la cartera en el perchero. Se estira arrugas invisibles del delantal y sacude inexistentes
partículas de polvo. Se gira hacia él y le mira los zapatos:
―Me está enchastrando el
piso, don. ¿Dónde metió el pie?
Levanta la cara, y su
expresión se transforma. Atrás del “fumigador”, puede ver los muebles corridos
y la alfombra enrollada.
Ni una palabra, ni un gesto
más: Ernesto la despega del suelo de una trompada, potenciada por manopla
extraída del bolsillo. Antes de caer al piso, ya inconsciente con el mazazo
profesional, la chica rebota contra la mesa del hall. El jarrón chino vuela y
se hace añicos.
Me cago en la mierda de este
trabajo.
Respira. Intenta respirar. Recuerda
las clases de yoga en familia: “Todo lo que se realice respirando bien se
encamina hacia buen puerto: la respiración es el viento que hincha las velas
hacia tu destino”. Pero qué destino ni destino, si no le entra el aire.
Y en su cabeza crece un
graznido, una alarma que él no puede detener.
Pero debe controlarse.
Respirá. ¡Respirá, carajo!
Por el barbijo entra un poco
de aire.
Un poco más.
Un poco más.
Puede pensar de nuevo.
Con unos mínimos cambios al
plan original, capaz que zafa. Al fin y al cabo, siempre ha demostrado
capacidad de adaptación.
La cara de la piba se hincha.
Pobre minita, pensar que hasta hace cinco minutos era linda. Ya no importa.
Ernesto le aplica una llave al cuello y ―¡crákete!― termina lo que había
empezado la broncínea manopla. Revisa la cartera: va sacando un Nokia de esos tan
horribles como inmortales, billetera, una caja de forros, un cepillo lleno de
pelos, aritos, un anotador con un lápiz encajado en la espiral. Saca la
billetera, comprueba los datos de la cédula: Marta Sánchez. ¿Había una cantante
con ese nombre… o era actriz? Vuelve a meter toda esa mierda adentro de la
cartera. Descuelga del perchero el abrigo, y con él se lía un atadillo para
ocultar la cartera de la occisa. Y vuelve al living.
Pasa por encima del cuerpo de
Igarzábal, y entra en el estudio. La misión está a un pelo de fracasar, pero hay
que seguir: salirse ahora es imposible. Prende la computadora, y de ahí llega a
la página web del banco. Hace unos movimientos en la cuenta, cambia la clave y
cierra la sesión. Sobre el escritorio encuentra unos papeles autógrafos. Le
lleva unos segundos estudiar la caligrafía, será sencillo imitarla. Con la
pluma escribe en un bloc de hojas gruesas, y después se la guarda en el
bolsillo.
El barbijo lo está ahogando,
transpira cada vez más. Pero sabe que debe aguantar.
Un poco más. Si no fuera por
ese batir espantoso de alas entrechocándose, todo sería más fácil.
Vuelve al hall y deja la
carta en la mesa junto a la puerta, lugar que fuera del jarrón chino. La
porcelana cubre de estrellas el piso alrededor de Marta.
Betty:
Los dos sabemos que esta
relación no daba para más. Y es mejor tarde que nunca para intentar ser un poco
más felices.
Te dejo todo salvo mi cuenta personal
y Martita, que se va conmigo. No me busques. Me fui a rehacer mi vida, y espero
que vos hagas lo mismo con la tuya.
Te deseo lo mejor.
Sin rencores,
Juan Carlos
Junta con cuidado los restos
del jarrón y revisa los pedazos más grandes, antes de meterlos en la bolsa. En
uno de los fragmentos de la base, encuentra una etiqueta en la que se lee: “Para Juanca y Betty, por los momentos (incomprensible)... De sus cómplices en la aventura. Shanghái,
Agosto 7 de 2007”. Termina con la limpieza, cierra una bolsa con los desechos
del jarrón y mete todo en el maletín.
Al lado de la carta hay un
portarretrato con dos parejas; parecen uniformados: viseras, anteojos oscuros,
mochilas. Sonríen parados frente a uno de los recorridos de la Gran Muralla.
Ernesto saca la lapicera y
agrega una posdata a la carta:
PD: Me llevo también el jarrón,
como recuerdo de los buenos momentos que compartimos. Espero que me perdones.
Reconoce que acaba de
inventar un final excesivo, pero es preferible sonar un poco extraño a dejar
cabos sueltos. El tipo está cambiando radicalmente de vida. Después, la gente se
arma la película ella solita: que lo veían actuar diferente el último tiempo,
que siempre le gustó la empleada, que quién pudiera hacer lo mismo. Algunas
fotos falsas en un aeropuerto perdido, consumos en la tarjeta de crédito bien
armados en los próximos días, y tema cerrado.
Sí, todo bien.
Y, si está todo bien, ¿por
qué luchar? ¿Por qué estas putas ganas de salir corriendo y dejar todo por la
mitad, si sabe que no puede?
―Estas cosas ―dice, al aire― las
terminás bien o no las empezás.
Sí: él va a terminar ese
trabajo aunque sea el último. Y lo va a terminar aunque sea el último que haga.
Agarra los pies del cadáver
de Marta Sánchez. Pobre Marta. ¿Ella se lo merecerá también? ¡Basta!
¡Basta! Foco, por favor.
Tira de los pies y arrastra a
Marta hasta la puerta interior del garaje. Vuelve corriendo por el pasillo,
pasa el estudio y entra en el dormitorio. Encuentra una valija grande.
Selecciona ropa para Igarzábal: camisas de manga corta, pantalones de verano,
zapatillas; más algún abrigo, por si refresca a la noche. De la mesa de luz agarra
los lentes, la billetera y las pastillas para la presión. Con la valija todavía
abierta, pasa por el baño: cepillo de dientes, afeitadora y un perfume. Sigue
caminando y va tirando todo adentro de la valija. Deja la valija al lado de
Marta. Vuelve al living. No con poco esfuerzo arrastra al canelón-Juan Carlos
por el mismo pasillo donde lo espera su nueva amante. La alfombra no suelta ni
una gota. Recupera el aliento y controla mentalmente ―una vez más― los pasos
realizados y los que faltan.
Es momento: se quita las antiparras
y el barbijo, volver a respirar sin barreras es un verdadero alivio. Se saca los
zapatos manchados y los cambia por unos del muerto. Abre la valija, guarda los zapatos
manchados junto a la ropa de Juan Carlos. Cierra la valija. Mierda. Abre la
valija. Guarda los guantes, el barbijo y las antiparras: todo empapado en
transpiración.
Falta algo.
¿Además de la vaina?
Sí, falta algo además de la
vaina.
No se le ocurre qué. Hay que
seguir. Cierra la valija.
Entra en el garaje y cierra la
puerta del pasillo, donde esperan Marta y Juan Carlos. Activa la puerta
automática y espera a que se abra totalmente antes de salir a buscar la
camioneta. La estaciona de culata. Baja otra vez la puerta automática.
Lleva la alfombra de repuesto
hasta el living y acomoda los muebles.
Y aquí no pasó nada, piensa.
Y quiere reírse, pero no le
sale.
De vuelta en el garaje, carga
la camioneta: primero el canelón, después a Marta. La valija, el maletín, la
cartera y el abrigo van arriba. Al final, cubre todo con una lona y acomoda por
encima unos tarros de veneno.
Sentado tras el volante, visualiza
en su mente todas las habitaciones de la casa. Algo falta… debe ser el
casquillo, no puede ser otra cosa. No queda nada, salvo esa vaina escondida. Si
alguna vez alguien la encuentra, le será muy difícil relacionar ese pedazo de
bronce con la desaparición de Juan Carlos Igarzábal y Marta Sánchez.
No se convence. Mira el reloj
en el tablero: faltan cinco minutos para las nueve. Nada que hacer, es tiempo
de irse.
Inquieto, abre el portón y
encara hacia la salida del country.
Llega al primer control. Los
guardias se mueven muy lento. Buscan los datos de Ernesto en una lista, miran
por la ventanilla los montículos en la caja de la camioneta. Lo dejan pasar
después de un minuto. Por el retrovisor, comprueba que un guardia lo sigue
mirando mientras él avanza hacia el segundo puesto.
Tal vez podría poner una
empresita de exterminio de plagas y desinfección. Para cambiar de rubro. Algo
donde aprovechar sus habilidades desarrolladas en todos estos años.
Maneja por el camino
principal del complejo. Atraviesa otros caseríos de construcciones idénticas.
Es la versión ampliada de una maqueta, de esas que exhiben en las
inmobiliarias.
Alcanza el último control.
El guardia contiene una risa
al acercarse a la ventanilla. Estos sí que la pasan bien. Un trabajo rutinario,
con poca presión. ¿Habrá cumplido treinta años este pibe? Tal vez veinticinco o
veintiséis, no más, y debe tener un buen pasar. Y poco estrés.
―Buenos días ―dice el
guardia.
―Buenos días ―responde
Ernesto fingiendo distracción: busca una estación en la radio―. Vengo de la
casa treinta y ocho, del barrio Los Cuervos.
―¿Ajá?
―Sí. ¿Todo en orden?
―No sé, digamé usted.
―Disculpe, pero no lo
entiendo. ―La Sig está atrás, muy lejos del alcance. ¿Qué le pasa a este
pendejo?
―Digamé… ¿no se olvidó algo?
La transpiración vuelve a
correrle por la nuca y la espalda. Piensa en la llave en la puerta, el yoga, el
puto día en que aceptó este trabajo. Piensa en alas, en montones de plumas
negras y azules, remolinos tornasolados oscureciendo la mañana.
―No. No entiendo su pregunta.
¿Por?
El guardia se señala la
cabeza con un lápiz. Ernesto imita el movimiento. Pero no puede tocarse el pelo:
no se ha quitado la cofia. Con razón tanto calor. Una distracción mínima, un
detalle sin importancia.
Se ríe.
―Tan acostumbrado estoy, que ni me di cuenta. Gracias.
―No hay problema. ―Sonríe a
su vez el muchacho con cordialidad profesional, levanta la mano con los dedos
rectos y golpea los talones: una venia perfecta.
Ernesto acerca los dedos a la
frente, reprime las ganas de responder del mismo modo: esas cosas no se
olvidan. Se quita la cofia.
Y algo se le desliza junto
con la goma traslúcida de la cofia. Algo que se le desprende del pelo, que
golpea contra el borde de la ventanilla y que sale rebotando hacia la calle.
El guardia recoge el cilindro
dorado introduciendo el lápiz por el orificio. Habla mientras lo levantaba del
pavimento:
―Apague el motor, ponga las
manos donde las vea y salga del vehículo, por favor. ―Su voz suena firme: ha
sido entrenado para esto. Destraba el broche de la pistolera en la cintura.
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