miércoles, 26 de junio de 2019

Murder

Murder


Después del primer disparo, la 9mm le parece más liviana. Ernesto sigue gatillando hasta vaciar el cargador.
Con el aroma sutil de la sangre recuerda su primer trabajo. Fue en el 83, también en julio, pero ya hace muchos años. Tal vez demasiados. Esa primera vez… ¿el trabajo fue un político o un sindicalista? Difícil asegurarlo. Lo que sí puede asegurar es que había investigado al tipo. Había dedicado días a seguirlo y a escucharlo. Ernesto concluyó, en ese ahora lejano momento, que el objetivo se lo merecía. Se merecía morir en aquel “derrumbe” del estacionamiento. Y él siguió convenciéndose y aceptando este convencimiento, durante el tiempo que transcurrió entre ese primer trabajo y el segundo.
Después de bajar al siguiente, se dio cuenta de que no importaba si el tipo era un santo o un hijo de puta. Era sólo un trabajo. “Trabajo”, así los llamaban siempre: Tengo un trabajo. Fue un trabajo duro. Trabajo terminado. O la peor de todas: Lo agarraron en un trabajo. Alguien se atrevió a nombrarlo ―en lugar de “trabajo”― asignación, operación, alguna carajada por el estilo. Esos tipos no duraban. Trabajo es trabajo, y punto.
Ernesto conversó alguna vez con un capo a punto de retirarse. Parsimonioso, el viejo le confesó que, llegado un punto, los recuerdos y las imágenes de los trabajos se volvían insoportables.
―Son como pájaros, vos viste; como chicharras: si vivís en el campo, siempre andan cerca y los oís de vez en cuando. A veces hacen un ruido bárbaro y molestan, pero lo mejor es no prestarles atención. ―El viejo se pasó la mano por encima de la cabeza y soltó un chistido, como quien espanta un bicho―. Tenés que seguir. Porque, si parás a prestarles atención, ahí sí que te queman el bocho. ¿Oíste alguna vez una bandada de cuervos? En inglés se les dice murder… a murder of crows.
―¿Qué?
Murder… a murder of crows. Así se llama a una bandada de cuervos. Es porque hacen un ruido de muerte. Murder: asesinato y bandada al mismo tiempo. Qué coincidencia, ¿no?
Sí, el viejo tenía razón: todos esos recuerdos vuelven, la cara del primer trabajo vuelve, aleteando vuelve, graznando vuelve. Y ahí está Igarzábal desparramado en la alfombra, listo para volver cuando quiera.
No lo mires a los ojos.
Pero lo mira.
Con cara de asombro, Igarzábal escruta el techo. Todavía no puede creer que ya esté muerto.
¿Se lo merecerá este? ¿Se merecerá desaparecer este peladito con cara de nabo? ¿Esfumarse como quien se roba a sí mismo para engañar al seguro? Igarzábal es ―bueno… Igarzábal fue― el dueño de un banco. El petiso negociaba fuerte, pero nadie le guardaba rencor. Al menos, nadie hasta el último tiempo. Tenía fama de justo y lo respetaban. Aun con su metro sesenta y esa voz aflautada, todos lo escuchaban: empleados, empresarios, ministros y presidentes. Había hecho buena plata, sin ostentación: ni farándula, ni lujos. Después de enviudar en su primer matrimonio, se casó con una prima lejana; justamente la mujer que atendió a su mujer durante los dos años en que se la fue consumiendo la leucemia. Igarzábal tenía hábitos sencillos, lo que complicaba bastante el trabajo de Ernesto. La única debilidad era su casa. Los días de semana, el viejo despachaba temprano a la guardia privada que le ponía el directorio, y después se movía tranquilo por el country: a veces, iba al gimnasio; otras, salía a caminar por ese parque enorme que ahora él espiaba desde la ventana. Así, todos los días. Los mismos tipos que lo dejaban a la tarde venían a buscarlo a las nueve de la mañana.
Pero siempre pasa: llega un punto en que, de tanto ganar, también te ganás un enemigo pesado. Y da la puta suerte ―el bendito destino―, de que el enemigo que Igarzábal se ganó fue lo suficientemente pesado como para que la maquinita se pusiera en movimiento. Ernesto sabe que él mismo es el producto final de la maquinita. Antes, hay toda una cadena de producción que va transportando paquetitos ―que entran y salen de distintos agujeros―, hasta que un sobrecito llega a él. Y él ejecuta, hace el delivery.
Aunque esta vez lo dudó. Dudó al aceptar el trabajo aunque viniera de una fuente confiable y los datos estuvieran claros. Si tuviera la oportunidad después ―la oportunidad que no va a tener―, diría que dudó porque ya presentía que todo iba a desbandarse.
Inspira por la nariz, profundo, y exhala por la boca con un silbido. Cierra los ojos, disgrega la metralla de imágenes que vienen a su mente.
Logra reconectarse con el entorno. Atiende a su respiración, a sus latidos, al tictac acompasado de un segundero, al viento alborotando el túnel de sauces del camino a la casa.
El silencio es un indicador del nivel del country: acá no se oye el rugido permanente de los autos, como en esos barrios que se amontonan al lado de la autopista. Acá te sentís en otro mundo. ¿Cuánto costará una casita normal ―no este caserón―, normalita nomás: tres habitaciones y un pedacito de verde?
Vuelve a abrir los ojos. Una mancha roja devora el entramado de la alfombra. Levanta uno de los casquillos, se lo acerca a la nariz: ama el olor ácido de la pólvora quemada. Eso necesita: volver a conectarse con lo simple, con la satisfacción de un trabajo bien hecho, con el valor de los detalles. Roza los labios contra el borde de la vaina aún tibia, su boca contra la boca filosa de la vaina.
Recoge los otros casquillos que ve desparramados.
Se aleja del objetivo caminando de espaldas. Comprueba que sus pasos no dejan marcas en la alfombra. Le costó conseguir una igual, pero por algo lo llaman a él: él sí se anticipa a casi todos los problemas. Una alfombra idéntica, de seda y pelo insertado, espera enrollada en la camioneta. Apoya la pistola en la mesa bajo el reloj. La mesa es de una madera rugosa, antigua, donde no quedarán huellas. Y alinea las vainas.
¿Cuatro vainas?
Falta una.
Retira el cargador: vacío.
Mira en la recámara: nada. Deja pistola, vainas y cargador sobre la mesa.
Puede oír su propio corazón acelerarse en un aleteo de huida. Hay que moverse rápido y, a la vez, evitar esos apuros que pueden estropear el trabajo. Resta subir a la camioneta y cruzar dos controles. Fácil es decirlo, pero debe avanzar sin demora para terminar antes de que lleguen los guardaespaldas. Son las ocho: tiene tiempo.
Chorros de transpiración le bajan por la nuca y la espalda. Le quema la cabeza. Tendría que cortarse el pelo, pero le gusta así: crespo y esponjoso, brillando con canas entremezcladas. Lujos que uno puede darse al llegar honrosamente a cierta edad. Pero pensaría en eso después; ahora, al trabajo.
Se acerca al cuerpo de Igarzábal, lo rodea desde distintos ángulos. Se arrodilla y mira bajo los muebles. Nada. ¿Dónde habrá volado la vaina?
Cierra los ojos otra vez, rebobina la escena como si operara un vhs. Ahora deben explicarlo de otra manera, con el movimiento de un mouse sobre la línea de tiempo en una pantalla, o algo así. A él le sirve la imagen de la Panasonic con su traqueteo de resortes y bobinas enrollando la cinta hasta el punto de inicio.
Después de apagar el celular, había empujado la puerta con el hombro. Abrazaba el maletín con la izquierda. La derecha, dentro de ese maletín, empuñaba la Sig con los cinco cartuchos. Después había cruzado el umbral, dejó caer el portafolios ―que aterrizó con un sonido blando―. Se giró y cerró la puerta. Puso una vuelta de llave. Dio cuatro pasos hasta el living. Parado en medio de la alfombra, Igarzábal lo miraba esperando una explicación. Ernesto aprovechó. Con el tipo parado en el centro de la alfombra no perdió tiempo: como quien dice “esperá un minuto”, levantó la mano izquierda enguantada en látex y disparó con la otra. El primer tiro dio en el estómago. Igarzábal se encorvó con un quejido de tos flemosa. Ernesto disparó al pecho ―van dos― y hubo otro tiro ―tres― mientras seguía acercándose. Y después vinieron el cuarto y el quinto, hacia abajo, al cuerpo ya tendido de espaldas: flap, flap, clic, y el chasquido de la corredera. Igarzábal se apagaba sin emitir sonido, panza arriba sobre la alfombra de seda a pelo insertado, la alfombra igual a la que Ernesto había conseguido.
Fueron cinco tiros. ¡Mierda! Sí, fueron cinco tiros.
Abre los ojos y vuelve a mirar la mesa con la pistola desarmada tal como había aprendido a hacerlo en el primer día de entrenamiento: brillaban doradas las cuatro vainas.
Ernesto escucha: muy lento, un auto pasa frente a la casa. Acá todos respetan los carteles: “Máxima 20”, y todos a veinte. El auto se aleja. Este barrio es un país dentro de otro país. Es un país civilizado, dentro de otro que es un caos perfecto. Mira a Igarzábal… envidia a Igarzábal: incluso muerto está mejor que él. ¿Venirse a vivir a un lugar así con la gorda y los chicos? La sola idea de volverse ciudadano de ese país respetable le revuelve las tripas. Entre dientes, recita un viejo poema que mal recuerda. Es el lamento de un hombre roto que sólo desea volver a escuchar la voz de su mujer; es triste, de mal agüero.
Se tira al piso y busca en todos los rincones. Se incorpora, agarra el arma, las vainas y el cargador. Guarda todo en el portafolios y lo deja en el piso, a un lado de la entrada. Mueve la mesa unos centímetros: el casquillo faltante podría haber quedado entre dos muebles. Empuja el sillón, la mesa ratona y da vuelta los almohadones. Nada.


Ana había cacareado como tantas veces mientras peinaba a Elenita para llevarla al jardín:
―Tenés que cambiar de trabajo, Ernesto. ¿Me escuchás? Yo no puedo sola con los chicos, tus viajes y tus cambios de humor. No te veo contento como antes. Andás medio como chiflado, ¿sabés? El otro día dijiste que querías dedicarte a otra cosa. Vos mismo me lo dijiste.
―Mandé mi curriculum, y no me llama nadie. ¡Dejá de cacarear, che!
Ana podía cacarear todo lo que él quisiera, pero tenía razón. Tenía razón, aunque no supiera que a él lo rechiflaba otra cosa. Por más que cambiara de trabajo, por más que recuperara el equilibrio entre vida y trabajo ―o “work and life balance”, como había explicado el experto en el seminario en Atlanta―, lo que a él lo volvía loco era otro cacareo. Un graznido, por mejor decirlo: el grito permanente de los cuervos.


Ernesto vuelve a respirar a la manera de un yogui. ¡Ohm! Los casquillos siempre vuelan en la misma dirección. ¡Ooohm! Si se mantiene el eje durante los disparos, es fácil encontrarlos todos en un mismo lugar. Pero no están todos en el mismo lugar. ¡Falta uno, la puta que lo parió!
Apoya la espalda contra la puerta y camina despacio repitiendo el recorrido hasta el cadáver, una vez más. Y lo repite, una vez más. Y otra. Y en un flash tiene la noción de que en alguno de los gatillazos cerró los ojos, como un principiante.
¿O fue…?
¿O fue el reflejo ante el batir de unas alas negras?


Corre hasta la puerta. Abre el maletín y desenrolla el delantal de hule. Se encaja la cofia de bordes elásticos, cubre con cuidado el pelo y las orejas. Enseguida se acomoda las antiparras y ajusta el barbijo.
Vuelve al cuerpo en el living. La sangre ya se coagula en la alfombra y va trazando un mapa imposible. Desde donde Ernesto lo mira, Igarzábal es una isla escabrosa en un rojo mar.
Lo agarra de un brazo ―el cuerpo ya se enfría―, y lo levanta para dejarlo de costado. Ni un orificio de salida: eso está bien, muy bien; aunque el casquillo faltante tampoco está ahí, debajo del cadáver.
Deja caer a Igarzábal. Mueve el pie, pero lo hace demasiado lentamente y se mancha de sangre el zapato. ¡Son zapatos nuevos! Puta, hay muertos que molestan más que los vivos.
¿Dónde ha escuchado eso? Ahora no importa. Empuja fuera de la alfombra el sofá y la mesa, y enrolla el cuerpo. Cuando planea el camino por donde arrastrar el enorme canelón hasta la camioneta, suena el timbre.
―Señor... ¿está ahí? ―llama una voz en la entrada.
Con tres zancadas sigilosas, Ernesto se acerca a la puerta. Se encaja aun más los guantes, instintivamente: no descarta que deba madrugar a alguien más.
―¡Señor! ―la voz chilla con más fuerza―. ¡Se olvidó otra vez la llave en la puerta y no puedo entrar!
La espía por la mirilla. La sierva ―que llegó temprano, se cayó de la cama la negra esta― se mueve a un lado y a otro, acomodándose los lentes, que se le patinan de la nariz. Y saca algo de la cartera. Un telefonito. ¿A quién va a llamar?
Ernesto abre la puerta y la interrumpe. Oculto tras el barbijo y las antiparras, le habla cortés:
―Buen día, señora. No se asuste. Estamos desinfectando el altillo por problemas con roedores. ―Señala la camioneta estacionada en el frente―. Ratas mordedoras, ¿vio? El señor nos avisó que usted llegaría, pero nunca pensamos que sería tan madrugadora.
Sin perder el gesto severo, la empleada guarda el celular y sonríe:
―Aproveché la fresca de la mañana: hoy va a apretar el calor. Y a mí nadie me dijo que iban a venir a desinfectar.
―Es que hubo algunos casos de leptospirosis en el barrio ―sigue él con naturalidad, mientras la agarra del codo y la “conduce” adentro unos pasos, ya en el hall―. Hasta rabia hay. Por las mordeduras, usted sabe.
Él vuelve a cerrar y trabar la puerta. Disfruta viendo cómo la negra evita mirar el piso. Está aterrorizada la pobre. A lo mejor el barbijo la asusta. Y no sólo el barbijo: con esa cofia y ese guardapolvo de científico loco, seguro que cualquier mina que tenga adelante se le caga encima. Sí: la tipa está bien aterrorizada.
Y la que te espera.
Ella se saca el abrigo y cuelga la cartera en el perchero. Se estira arrugas invisibles del delantal y sacude inexistentes partículas de polvo. Se gira hacia él y le mira los zapatos:
―Me está enchastrando el piso, don. ¿Dónde metió el pie?
Levanta la cara, y su expresión se transforma. Atrás del “fumigador”, puede ver los muebles corridos y la alfombra enrollada.
Ni una palabra, ni un gesto más: Ernesto la despega del suelo de una trompada, potenciada por manopla extraída del bolsillo. Antes de caer al piso, ya inconsciente con el mazazo profesional, la chica rebota contra la mesa del hall. El jarrón chino vuela y se hace añicos.
Me cago en la mierda de este trabajo.
Respira. Intenta respirar. Recuerda las clases de yoga en familia: “Todo lo que se realice respirando bien se encamina hacia buen puerto: la respiración es el viento que hincha las velas hacia tu destino”. Pero qué destino ni destino, si no le entra el aire.
Y en su cabeza crece un graznido, una alarma que él no puede detener.
Pero debe controlarse.
Respirá. ¡Respirá, carajo!
Por el barbijo entra un poco de aire.
Un poco más.
Un poco más.
Puede pensar de nuevo.
Con unos mínimos cambios al plan original, capaz que zafa. Al fin y al cabo, siempre ha demostrado capacidad de adaptación.
La cara de la piba se hincha. Pobre minita, pensar que hasta hace cinco minutos era linda. Ya no importa. Ernesto le aplica una llave al cuello y ―¡crákete!― termina lo que había empezado la broncínea manopla. Revisa la cartera: va sacando un Nokia de esos tan horribles como inmortales, billetera, una caja de forros, un cepillo lleno de pelos, aritos, un anotador con un lápiz encajado en la espiral. Saca la billetera, comprueba los datos de la cédula: Marta Sánchez. ¿Había una cantante con ese nombre… o era actriz? Vuelve a meter toda esa mierda adentro de la cartera. Descuelga del perchero el abrigo, y con él se lía un atadillo para ocultar la cartera de la occisa. Y vuelve al living.
Pasa por encima del cuerpo de Igarzábal, y entra en el estudio. La misión está a un pelo de fracasar, pero hay que seguir: salirse ahora es imposible. Prende la computadora, y de ahí llega a la página web del banco. Hace unos movimientos en la cuenta, cambia la clave y cierra la sesión. Sobre el escritorio encuentra unos papeles autógrafos. Le lleva unos segundos estudiar la caligrafía, será sencillo imitarla. Con la pluma escribe en un bloc de hojas gruesas, y después se la guarda en el bolsillo.
El barbijo lo está ahogando, transpira cada vez más. Pero sabe que debe  aguantar.
Un poco más. Si no fuera por ese batir espantoso de alas entrechocándose, todo sería más fácil.
Vuelve al hall y deja la carta en la mesa junto a la puerta, lugar que fuera del jarrón chino. La porcelana cubre de estrellas el piso alrededor de Marta.

Betty:
Los dos sabemos que esta relación no daba para más. Y es mejor tarde que nunca para intentar ser un poco más felices.
Te dejo todo salvo mi cuenta personal y Martita, que se va conmigo. No me busques. Me fui a rehacer mi vida, y espero que vos hagas lo mismo con la tuya.
Te deseo lo mejor.
Sin rencores,

Juan Carlos

Junta con cuidado los restos del jarrón y revisa los pedazos más grandes, antes de meterlos en la bolsa. En uno de los fragmentos de la base, encuentra una etiqueta en la que se lee: “Para Juanca y Betty, por los momentos (incomprensible)... De sus cómplices en la aventura. Shanghái, Agosto 7 de 2007”. Termina con la limpieza, cierra una bolsa con los desechos del jarrón y mete todo en el maletín.
Al lado de la carta hay un portarretrato con dos parejas; parecen uniformados: viseras, anteojos oscuros, mochilas. Sonríen parados frente a uno de los recorridos de la Gran Muralla.
Ernesto saca la lapicera y agrega una posdata a la carta:

PD: Me llevo también el jarrón, como recuerdo de los buenos momentos que compartimos. Espero que me perdones.

Reconoce que acaba de inventar un final excesivo, pero es preferible sonar un poco extraño a dejar cabos sueltos. El tipo está cambiando radicalmente de vida. Después, la gente se arma la película ella solita: que lo veían actuar diferente el último tiempo, que siempre le gustó la empleada, que quién pudiera hacer lo mismo. Algunas fotos falsas en un aeropuerto perdido, consumos en la tarjeta de crédito bien armados en los próximos días, y tema cerrado.
Sí, todo bien.
Y, si está todo bien, ¿por qué luchar? ¿Por qué estas putas ganas de salir corriendo y dejar todo por la mitad, si sabe que no puede?
―Estas cosas ―dice, al aire― las terminás bien o no las empezás.
Sí: él va a terminar ese trabajo aunque sea el último. Y lo va a terminar aunque sea el último que haga.
Agarra los pies del cadáver de Marta Sánchez. Pobre Marta. ¿Ella se lo merecerá también? ¡Basta!
¡Basta! Foco, por favor.
Tira de los pies y arrastra a Marta hasta la puerta interior del garaje. Vuelve corriendo por el pasillo, pasa el estudio y entra en el dormitorio. Encuentra una valija grande. Selecciona ropa para Igarzábal: camisas de manga corta, pantalones de verano, zapatillas; más algún abrigo, por si refresca a la noche. De la mesa de luz agarra los lentes, la billetera y las pastillas para la presión. Con la valija todavía abierta, pasa por el baño: cepillo de dientes, afeitadora y un perfume. Sigue caminando y va tirando todo adentro de la valija. Deja la valija al lado de Marta. Vuelve al living. No con poco esfuerzo arrastra al canelón-Juan Carlos por el mismo pasillo donde lo espera su nueva amante. La alfombra no suelta ni una gota. Recupera el aliento y controla mentalmente ―una vez más― los pasos realizados y los que faltan.
Es momento: se quita las antiparras y el barbijo, volver a respirar sin barreras es un verdadero alivio. Se saca los zapatos manchados y los cambia por unos del muerto. Abre la valija, guarda los zapatos manchados junto a la ropa de Juan Carlos. Cierra la valija. Mierda. Abre la valija. Guarda los guantes, el barbijo y las antiparras: todo empapado en transpiración.
Falta algo.
¿Además de la vaina?
Sí, falta algo además de la vaina.
No se le ocurre qué. Hay que seguir. Cierra la valija.
Entra en el garaje y cierra la puerta del pasillo, donde esperan Marta y Juan Carlos. Activa la puerta automática y espera a que se abra totalmente antes de salir a buscar la camioneta. La estaciona de culata. Baja otra vez la puerta automática.
Lleva la alfombra de repuesto hasta el living y acomoda los muebles.
Y aquí no pasó nada, piensa.
Y quiere reírse, pero no le sale.
De vuelta en el garaje, carga la camioneta: primero el canelón, después a Marta. La valija, el maletín, la cartera y el abrigo van arriba. Al final, cubre todo con una lona y acomoda por encima unos tarros de veneno.
Sentado tras el volante, visualiza en su mente todas las habitaciones de la casa. Algo falta… debe ser el casquillo, no puede ser otra cosa. No queda nada, salvo esa vaina escondida. Si alguna vez alguien la encuentra, le será muy difícil relacionar ese pedazo de bronce con la desaparición de Juan Carlos Igarzábal y Marta Sánchez.
No se convence. Mira el reloj en el tablero: faltan cinco minutos para las nueve. Nada que hacer, es tiempo de irse.
Inquieto, abre el portón y encara hacia la salida del country.
Llega al primer control. Los guardias se mueven muy lento. Buscan los datos de Ernesto en una lista, miran por la ventanilla los montículos en la caja de la camioneta. Lo dejan pasar después de un minuto. Por el retrovisor, comprueba que un guardia lo sigue mirando mientras él avanza hacia el segundo puesto.
Tal vez podría poner una empresita de exterminio de plagas y desinfección. Para cambiar de rubro. Algo donde aprovechar sus habilidades desarrolladas en todos estos años.
Maneja por el camino principal del complejo. Atraviesa otros caseríos de construcciones idénticas. Es la versión ampliada de una maqueta, de esas que exhiben en las inmobiliarias.
Alcanza el último control.
El guardia contiene una risa al acercarse a la ventanilla. Estos sí que la pasan bien. Un trabajo rutinario, con poca presión. ¿Habrá cumplido treinta años este pibe? Tal vez veinticinco o veintiséis, no más, y debe tener un buen pasar. Y poco estrés.
―Buenos días ―dice el guardia.
―Buenos días ―responde Ernesto fingiendo distracción: busca una estación en la radio―. Vengo de la casa treinta y ocho, del barrio Los Cuervos.
―¿Ajá?
―Sí. ¿Todo en orden?
―No sé, digamé usted.
―Disculpe, pero no lo entiendo. ―La Sig está atrás, muy lejos del alcance. ¿Qué le pasa a este pendejo?
―Digamé… ¿no se olvidó algo?
La transpiración vuelve a correrle por la nuca y la espalda. Piensa en la llave en la puerta, el yoga, el puto día en que aceptó este trabajo. Piensa en alas, en montones de plumas negras y azules, remolinos tornasolados oscureciendo la mañana.
―No. No entiendo su pregunta. ¿Por?
El guardia se señala la cabeza con un lápiz. Ernesto imita el movimiento. Pero no puede tocarse el pelo: no se ha quitado la cofia. Con razón tanto calor. Una distracción mínima, un detalle sin importancia.
Se ríe.
―Tan acostumbrado estoy, que ni me di cuenta. Gracias.
―No hay problema. ―Sonríe a su vez el muchacho con cordialidad profesional, levanta la mano con los dedos rectos y golpea los talones: una venia perfecta.
Ernesto acerca los dedos a la frente, reprime las ganas de responder del mismo modo: esas cosas no se olvidan. Se quita la cofia.
Y algo se le desliza junto con la goma traslúcida de la cofia. Algo que se le desprende del pelo, que golpea contra el borde de la ventanilla y que sale rebotando hacia la calle.
El guardia recoge el cilindro dorado introduciendo el lápiz por el orificio. Habla mientras lo levantaba del pavimento:
―Apague el motor, ponga las manos donde las vea y salga del vehículo, por favor. ―Su voz suena firme: ha sido entrenado para esto. Destraba el broche de la pistolera en la cintura.

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