jueves, 4 de septiembre de 2014

Guerra santa

O la anécdota del jefe místico

Fue en diciembre del 2000. Tenía 25 años. Estaba por cumplir dos meses en mi primer trabajo en Buenos Aires. Para cualquier pibe de San Lorenzo, ciudad conocida por una batalla histórica y absolutamente desconocida por todo lo demás, trabajar en Capital era el logro de una vida. Trataba de convencerme de esta mentira para acometer mi propia “gesta heroica” cada domingo: despedirme de mi novia, acostarme por dos horas, levantarme a las tres de la madrugada, ponerme el traje y tomar el Sierras de Córdoba hasta Retiro, todo evitando pensar el tiempo que faltaba hasta tomar el micro de regreso a casa el viernes siguiente.
Los lunes había que remarlos contra corriente. En la oficina, cuando llegaban las cuatro de la tarde, olvidate de articular una frase o de resolver una fórmula en Excel. Había que disimular hasta las seis, rajar al departamento y tirarse en el colchón hasta el día siguiente.
Ese lunes me sentía apedreado. Miré el relojito de la pantalla: las cuatro y media. Palpé los Philip Morris en el bolsillo y salí para el rincón de los fumadores. Apenas di una pitada, apareció la secretaria del gerente general:
―Te busca Ricardo ―me dijo―. ¿Podés hablar con él ahora?
Asentí, apagué el cigarrillo, me acomodé la corbata y la seguí. No quise pensar por qué me buscaba el gran jefe; mejor confiar. Pensé en mi camisa que acumulaba catorce horas de uso y cuatrocientos quilómetros de micro: seguramente olía a baño de estación de servicio. Empecé a susurrar:
―Dios te salve María, llena eres de gra…
La secretaria salió y me hizo una seña. Entré.
Ricardo escribía en la otra punta de la oficina blanca y silenciosa. Un aroma fresco inundaba todo. Caminé hacia el escritorio. Vi las rosas en un jarrón blanco, bajo un cuadro enorme: cruces de líneas, algo abstracto. Al lado del jarrón, la estatua de la Virgen. En mi familia siempre fuimos devotos de María: la imagen debía ser una buena señal. Nunca estuve tan equivocado.
Me quedé parado frente al escritorio. Ricardo terminó de escribir y me miró.
―Sentate, Esteban ―me dijo―. Quiero conversar con vos.
―¡Claro! ―respondí con entusiasmo. Tener una charla con ese genio de los negocios era una oportunidad única.
―Vos sos creyente, ¿no?
―Católico apostólico romano ―respondí. Pasé de entusiasta a obsecuente. Oí algo en el fondo de mi cabeza: una chicharra indicando la apertura de una puerta peligrosa.
Se largó a hablar:
―Un grupo de personas vamos a una capilla en zona norte. Allá, una mujer humilde hace un trabajo muy especial.
Imaginé que iba a pedirme que me sumara al grupo de trabajo comunitario. Vivir partido entre Buenos Aires y San Lorenzo ya era una mierda, ¿y ahora esto? ¿También los sábados en Capital? ¿Cómo se habría enterado de mi actividad religiosa? Ricardo siguió.
No sé si por efecto del sueño o de la alarma en mi cerebro ―o de lo que había entrado por esa puerta abierta que hacía sonar la alarma―, yo me distraía: me llegaban frases entrecortadas. Solo podía organizar las ideas unos minutos después.
Me contó que la Virgen ―la misma María madre de Dios― le mandaba mensajes a él, Ricardo Smith, y a otros empresarios, y gerentes de distintas empresas. Me relató en detalle momentos precisos, imágenes y coincidencias imposibles. Todo confirmaba la presencia real de ella. Abrió un cajón y sacó un papel garabateado con letra grande, en renglones superpuestos: un mensaje.
―Esta es mi misión ―dijo―: separar los buenos de los malos para la batalla del fin de los tiempos.
La alarma se apagó, la bomba había caído. Entré en pánico. ¿De qué lado estaría yo?
Siguió hablando. Casi no lo oía con tanto ruido en mi cabeza. Entre los pitidos y sirenas escuché que la fecha era próxima: meses y no años.
Hasta que se calló.
Releía sus garabatos y se le llenaban los ojos de lágrimas.
Aproveché el momento y me paré. Quise decir algo, pero no supe qué. Me dolían las piernas, me pesaban. Necesitaba cruzar la puerta y alejarme. Miré la estatua al lado de las rosas. “Hija de puta”, pensé. Puse toda mi energía en dar un paso y después otro. El enorme cuadro, ahora lo entendía, mostraba lanzas chocándose y abajo un mar de sangre.

Salí del despacho, saqué el último Philip Morris y fumé en silencio: ya escuchaba las hordas por la calle.

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