martes, 3 de julio de 2012

Julieta y las contradicciones


No me gusta que me contradigan, a nadie le gusta, creo, pero a mí creo que me sacude una fibra íntima con tal violencia que, durante los primeros instantes en que percibo la oposición del otro, una ira tan profunda se apodera de mi sangre que saltaría al otro lado de la mesa o fuera del auto o atravesaría la pantalla de la computadora para destrozar al otro.
Con Julieta las cosas han tomado otro rumbo, no sé. Intentaré explicarlo.

Yo no escribí nada todavía y ya me siento culpable, pero creo que los límites a los que uno puede llegar, no se ven en el trabajo, ni en el estudio, ni en el entrenamiento físico del más alto rendimiento. No, los bordes que uno puede acariciar y –aunque nunca confesaré que afirmé lo siguiente– también las fronteras que a veces uno traspasará, se relacionan directamente con los hijos.

Me ha pasado a veces escuchar a opinadores del sentido común preguntarse si los torturadores o los asesinos no tienen hijos, como si tener hijos fuera alguna especie de protección universal, como si el hecho de haber podido engendrar fuera de por sí un acto cargado de alguna especie de poder curador de la santidad. No seamos ilusos, señores. Más allá de que la bondad no es el hecho resultante de la paternidad, si algo como bondad puede sostenerse como un concepto –y baste para esto ver los múltiples ejemplos de asesinos y torturadores de prole numerosa en el mundo–, creo que podría esbozar la teoría contraria.

Entiendo que hay un grupo que logra ocuparse de esas profesiones odiosas (podríamos clasificar así a las nombradas más arriba junto con jueces, payasos y dentistas) justamente porque tiene hijos, porque sabe del odio que uno mismo puede destilar y a la vez reprimir, y encuentra en estas profesiones un lugar socialmente aceptable para descargarlo.

Volviendo al tema de las contradicciones, el torturador que se encuentra con la frase “por favor no siga con eso porque no sé nada, le juro que no sé nada”, puede responder tranquilamente “no me digas que no sabés nada, ¿qué? ¿fue un fantasma el que rompió el jarrón? o ¿el perro el llenó de dulce de leche el teclado de la computadora? Claro que puede hacer eso mientras lo obliga a mirar el mismo capítulo del dinosaurio Barney a todo volumen, en una traducción argentina, y ríe socarronamente mientras el torturado se retuerce y estremece de pavor. Lo mismo con el asesino que, ante la cara desorbitada de la víctima alzando ambas manos ante el cañón de la pistola, suelta “te dije que si no terminabas todo el plato y seguías gritándome iba a haber consecuencias” o un “te dije que vengas acá”, para resumirlo en cinco palabras.

Tengo que escribir algo claro a mi Julieta, hija querida, sol de mis días, viento que peina los trigales maduros de mi próxima ancianidad. Lo único que te pido, mi sol, mi cielo, mi panqueque relleno, es que dejes de contradecir a papá, deposites tus heces donde corresponde y sigas creciendo tan bonita como siempre, pareciéndote a mamá o a quien vos quieras, ¿entendés por dónde va?

1 comentario: