jueves, 26 de julio de 2012

Habitación 308


Publicado hoy en Palabras Libros.

La foto está tomada en las Cabañas de Los Hornillos.

Habitación 308
por Esteban Morin (blog)

–No me siento tan bien –dijiste hoy mientras te doblabas de dolor y se tensaban los tubos que te ataban a la cama.

Pensé en las ganas que tenía de salir al sol, a respirar un aire que no tuviera esa carga eléctrica de los hospitales. Pensé en los pendientes que se acumulaban en la oficina y en casa, en los minutos que se comían lentos unos a otros en esa sala blanquísima mientras la vida estaba en otro lado.

–Andá nomás –pediste cuando te fue posible volver sobre tu espalda, mientras ya mirabas por la misma ventana que miraba yo a los árboles vibrar como marionetas–. Andá y no te preocupes que nos vemos mañana. En un rato llega mi vieja que se queda esta noche.

Creo que dudé en responder, un segundo más de lo prudente: –No, loco. Quedate tranquilo que lo que más me gusta los jueves por la tarde es pasear por hospitales. Es como un hobby perverso que tengo. Si no estuviera con vos, estaría buscando alguna otra habitación. Las elijo por el ruido que hacen los pacientes vomitando o gimiendo de dolor. No sé, mi psiquiatra me dice que vamos a probar con otra medicación. Después te cuento.

–Sos un imbécil –replicaste cerrando los ojos.

Me acerqué para acomodarte las sábanas y no pude evitar mirar el reloj. Las tres y media. Recordé que mañana cierra el reporte para los socios y yo tenía una pila de números para revisar.

–Andá, viejo, andá que no me voy a morir hoy –me dijiste empujándome con una mano de papel ajado, de viejo libro que se quiebra si lo movés demasiado rápidamente, fascículo de una colección infantil perdida en el tiempo.

–¿A qué hora viene tu vieja? –pregunté.

–Ya debe estar por llegar. No me hagas enojar y dejame tranquilo.

–¡Está bien, che! –respondí y agarré el saco–. Pero vuelvo mañana y por ahí nos vamos a jugar un rato al tenis, ¿querés?

–No sé, no sé. Tenía planes para hacer una maratón a la tarde, así que si no me encontrás, hablamos a la noche para salir a tomar algo. Te llamo.

–Dale. Hablamos mañana –dije mientras abría la puerta–. ¿Llamo a la enfermera?

–No, por favor, no. Apagá la luz al salir que quiero dormir un poco.

Asentí con un gruñido y salí disparado por el pasillo, atravesando cortina tras cortina de recuerdos.

Vino a mí el reencuentro ya adultos que se dio pasado ese cono de sombra en lo que perdimos el contacto por alguna razón idiota que ambos supimos olvidar. Si la memoria no falla creo que el regreso empezó cuando te llamé porque me casaba y quería que fueras mi testigo; aunque había otros candidatos, ninguno me pareció tan acertado como vos. Tuve que contactar antes a media docena de amigos y parientes para dar con tu nuevo teléfono. Me gusta recordar que fue así porque me pone en la posición del que busca y sale al encuentro, aunque ahora me suene un poco a cuento, a invención de la memoria.

Entonces, en ese asumirse de la vida adulta, la reconexión fue inmediata, como había sido aquella tarde que, raqueta en mano, nos conocimos bajo un sol insoportable de octubre del 87 o el 88. Acababa de cumplir doce o trece años y vos recién llegarías a esa edad en los primeros meses del año siguiente. De la escuela secundaria, ni hablar: una especie de lazo permanente nos unió y nos cruzaba en diferentes ocasiones: el deporte, alguna novia que intentamos enrocar y no funcionó, mi hermana, las clases de inglés donde yo aprovechaba para fumar y aprender sobre historia del rock y el mundo de la ciencia ficción.

Esta tarde me escapé por el camino de acceso al sanatorio, de donde seguramente te sacaré solo ya que tu mujer –a quien nunca aprendí a querer pero sí a respetar distanciadamente– me dice que prefiere no verte así, que ya se despidió y que para vos también es lo mejor. Una canallada de su parte. Digo que huí por un costado como esa vez en la que no quise ir a tu cumpleaños porque sentía que eras mi único amigo y –recién hoy me doy cuenta– la imagen de verte rodeado de tantos otros, de perder cierta exclusividad de la que creía gozar durante algunos momentos me aterraba. Me impuse entonces una prueba de supervivencia a tu amistad, que vos claramente recriminaste. Algo parecido pasa ahora ya que no estoy en la oficina ni junto a vos, pero escribo estas líneas apretadas en un bar a pocas cuadras de la habitación donde te vas apagando.

En el pasado, por momentos, te veía enorme, social, suelto y divertido, mientras yo, incapaz de hilar una frase coherente frente a cualquier persona con la que no hubiera establecido un lazo previo con al menos cinco o siete encuentros, me retraía e un rincón a mirar la escena. Otras veces, imbuido en mis propios temores, salía a desdeñarte para mostrar no sé qué superioridad. Bajezas mías que siempre supiste tolerar. Eras mejor en natación y yo en básquet, ambos bastante malos para el fútbol y vos, claramente, mucho más dotado para el tenis; con el ajedrez me quedaba yo la mayoría de las veces, y en lo demás estábamos bastante parejos.

Las comparaciones perdieron fuerza frente a otras cosas que nos unían más. De la lealtad que nos profesábamos recuerdo dos escenas imborrables. La más antigua se remonta a una noche de verano en el pueblo en la que, bajo la amenaza de la banda rival, salimos a la calle a enfrentarnos, envalentonados por la adolescencia o la locura, y entre provocaciones e insultos, con un cuchillo escondido en la manga, nos mostramos dispuestos a saltar al abismo de matar o morir. El segundo episodio fue muchos años después cuando viniste a casa y te conté que mi matrimonio estaba a muy poco de desmoronarse y me miraste con expresión seria, de esas que te he visto pocas veces en la vida. En ninguna de las dos ocasiones se desencadenó nada externo, pero a cierto nivel profundo valió por un todo más amplio y complejo. Siento que podríamos haber combatido juntos en la guerra, ser ladrones de bancos, expedicionarios a alguno de los Polos o hasta iniciado una revolución, pero nos tocaron otros tiempos, otras prioridades, otra historia mucho más superficial.

De mi parte y por el lado de las anécdotas más grises, aunque claras para mostrar ciertas diferencias que nunca reconocimos abiertamente, todavía recuerdo el día, cerca de seis meses antes de tu casamiento, cuando me contaste que te mudabas con ella. Me parece que lo hiciste casi pidiendo disculpas.
–Ya estamos grandes y no sirve de nada dar tantas vueltas –fue tu justificación a que no hubieran pasado más que algunas semanas desde que habían formalizado la relación. Creo que apenas emití un quejido asintiendo, ya que ambos sabíamos que el amor se iba con esa novia de la secundaria con la que habías intentado una última vez y otra vez sin éxito el verano anterior.

Te fuiste a otro país con el trabajo de tus sueños y volvimos a dejar de hablar, en un nuevo silencio, ahora lleno de cotidianeidades distintas y un temor profundo. De alguna manera el silencio evitó durante un tiempo que pudiésemos confirmar que en el día a día y con las decisiones mundanas, habíamos traicionado a quienes habíamos sido. Tu papá murió en el medio de este período y volaste para llegar al entierro. Sabés que no me gustan los cementerios por lo que no nos cruzamos en ese momento. La verdad es que te debía un abrazo que pude darte recién a tu nuevo regreso, casi quince años después. El gesto supo a poco y a destiempo, lo sé, y estaba claro que para vos no era la vuelta soñada, de hijo pródigo que viene a recibir una vez más el reconocimiento.

Viniste hace un año para quedarte y participar de ese tratamiento experimental que te recomendaba retomar contacto con cierto pasado. En ese entonces no se te veía tan mal y la verdad es que yo creía que era uno de esos cuentos que se inventan los expatriados a su regreso para no admitir que no se aguantan más el extranjero y desean volver, pero no pueden aceptar que son argentinos promedio a los que les resulta insoportable la abstinencia de dulce de leche, asado, fútbol violento, familia y amistades falsas.

Si hubiese sabido que me iba a quedar tan solo no habría contestado el correo electrónico donde me contabas de tu viaje. Ahora que atardece y siguen apagadas las luces de la habitación 308, me doy cuenta de que todavía sos mi único amigo y confirmo que hubiese preferido que la distancia fuera la que apagara tu imagen y no el cementerio al que tendré que llevarte.

1 comentario: