sábado, 30 de octubre de 2010

Grupos, congreso y muerte


La entrada de hoy merece ser más extensa, tal vez como para dar un cierre a la semana que finaliza con este día sábado o para dar alguna forma a cosas que quedaron sin ser nombradas o apenas insinuadas. Otras, como corresponde a un diario en la atención cotidiana, serán dejadas al olvido o a la memoria que volverá a traerlas en otro momento.

Comencé esta especie de diario forzado con la intención explícita de dar mayor velocidad a las publicaciones y volver a poner en movimiento esta rueda de producción, como una máquina que tiene que recuperar cierto registro que ha perdido.

Justamente ayer estuve en un congreso de literaturas latinoamericanas en Rosario y, en un momento de discusión sobre los clásicos rioplatenses con Borges, Arlt y Onetti, como sus principales referentes, y luego de la bastante aburrida explicación de los panelistas, se arribó a otra aún más aburrida discusión sobre las etiquetas. ¿Qué es lo que convierte en rioplatense, argentina o uruguaya a la literatura? Algo que de ser delimitado no servirá de nada. Los límites de estas cosas se mueven porque los escritores se mueven, aún más los libros y, sobre todo, los lectores que se desplazan de un lugar a otro, dando nuevos sentidos desde un perspectiva u otra.

¡Ah, las etiquetas! ¡Cómo si fuera tan fácil clasificar y delimitar tantas cosas! Justamente estoy acá, enfrentándome al ambiente más académico de la literatura para ver claramente si logro más identificación con este grupo que con otros. Digo estoy acá tratando de ver si puedo etiquetarme a mí mismo como escritor, como literato, como algo en esta indefinición que me recorre permanentemente. Bien, no, no lo he logrado y en esta confusión algo nuevo surge, como siempre que uno logra estar conectado de alguna manera.

Como decía en la entrada de ayer, vine aquí buscando a Jitrik por las razones equivocadas, suponiendo de él algo que había derivado de relaciones engañosas y me encontré con que en su mesa estaba César Aira, quien con infinita más altura y simplicidad, volvió a ponerme en contacto con las cosas que más conectan conmigo de leer y escribir, la búsqueda y el juego. Volvió a mí la certeza de que si logro estar conectado con mi propio deseo –mi necesidad profunda de escribir, como llamado de poner palabras detrás de palabras para decir algo a alguien, aunque estos dos últimos aspectos sean tan escurridizos como pueda imaginarse– no hay forma en que lo que encare no vaya nutriendo ese camino, por más que discurra en otros campos profesionales y otras realidades que parezcan –en principio– alejadas de lo artístico.

Con esto pareciera que las decisiones continúan madurando en mí y sé, por experiencia propia, que los momentos de duda y angustia arreciarán nuevamente en el futuro. Pero que vengan nomás los degenerados, los voy a esperar con todo el cuerpo puesto en juego, como corresponde.

La muerte K
Sobre esta semana un tema es obligatorio poner en palabras, aunque sea unas breves, y es la muerte de Néstor Kirchner. Debo confesar que mi primera apreciación, la más automática y tal vez resultante de un defecto profesional de comunicador (quiero pensar eso ahora como justificación para los que van a ver en mí un maldito utilitarista), fue concluir sobre la forma en que este hecho afectaba positivamente la imagen de la presidenta hacia una reelección. Puesto el foco en la cuestión puramente maquiavélica de los resultados en la opinión pública, la viuda del nuevo “mártir” del Frente para la Victoria se volvió automáticamente la candidata ganadora de la reelección a la presidencia. ¿Quién puede enfrentar esa imagen? ¿Quién será el “desalmado” que enfrentará a toda la opinión pública que se solidarizará con ella, con toda la clase media que ya la apreciaba antes de la muerte de su esposo y ahora no podrá sino redoblar su esfuerzo por cuidarla y defenderla?

Recién después caí en cuenta del dolor de la familia, la tremenda verdad de la viudez, la orfandad de los hijos. Y todavía más tarde caí en cuenta de las bajezas de los demás políticos que ya se hacen con las prendas del muerto y se sortean su mortaja, viendo cómo se recomponen los cuadros políticos por debajo de esa línea.

Volviendo a mi primera impresión, y siguiendo en la misma línea profesional, imaginaba un discurso perfecto post entierro del muerto: “Argentinos y argentinas. Mi marido dio la vida por este país, por este proyecto de país para todos, y con lo que queda de mi propia vida, con este corazón deshecho, voy a honrar a Néstor, por lo que construimos juntos y ahora me toca continuar a mí. Les pido ayuda a todos y a todas, como han ayudado hasta hoy, para continuar este proyecto. Y a los que piensan o planean desestabilizar este gobierno (pausa, se seca una lágrima y cierra el puño)… a los que creen que sin Néstor Kirchner esta mujer no va a poder gobernar, esta mujer se va a desarmar, les digo que no se equivoquen. (casi gritando ahora para superar los aplausos y los bombos) No se equivoquen porque en esta mujer, como en los millones de mujeres que sostienen este país, vive Kirchner y él me impulsa como a los millones de argentinas y argentinos que tenemos en él un modelo a seguir. ¡Que si lo extraño! Todos los días, todas las horas y todos los minutos. Pero ese sentimiento, en vez de debilitarme, me da fuerzas para continuar su obra. Y si yo también he de dejar mi vida por estos ideales, que así sea, por el bien de todos los argentinos y argentinas.”

Imaginar esta posición es fácil, lo difícil es ponerse del otro lado, si es que queda otro lado.

Algunos se regodean en el dolor de la muerte, se hacen milanesa en ese barro y, cual tratamiento renovador, salen embadurnados para mirar su propia vida y la muerte que les espera algo más esperanzados. Algunos hacen chistes sobre el fallecido y su esposa, celebran oculta o abiertamente la desaparición de un contrincante o un enemigo. De ambos lados surgen acusaciones de desubicación, de desconsideración o falta de perspectiva. El chiste es siempre desubicado porque lo que busca es poder decir algo que no es posible decir a viva voz. La sanción a esa expresión, la condena, también lo es porque intenta coartar una expresión real de un sentimiento profundo. Aceptar la diferencia de ambas cosas es lo más complicado.

Vuelvo al congreso
Al final no vino Alan Pauls y me perdí la oportunidad de escucharlo disertar sobre unas cartas de Cortázar publicadas recientemente. Una pena. Veré si puedo encontrar la ponencia más adelante en alguna publicación que surja del encuentro.

El salón estaba lleno de estudiantes y escritores, estudiosos y críticos. El ambiente estaba bueno, pero me producía la sensación de desubicación (y vuelve esta palabra como un latiguillo) que siento generalmente ante cualquier tribu. Será que una familia tan numerosa obliga a pensar la identificación y los grupos de manera más consciente. No sé.

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