jueves, 15 de enero de 2009

Sobre los pobres

por J.C. Brandsen
Volví a enojarme. ¿Que vamos a hacer?

Es siempre más apropiado estar del lado del más débil. Aún sin importar las intenciones del mismo, sus métodos o sus resultados, sus ideas o ideales. El perdedor es nuestra insignia y la bajeza nuestro ánimo. Empezó mucho antes del fútbol, aunque ahí se ve con claridad: no se puede hacer hinchada por Brasil, tampoco por Francia o Italia, hay que jugarse por los africanos, asiáticos, hasta España; más arriba en la escala de mérito es inaceptable. Simplemente, no se debe estar del bando ganador que siempre está teñido de un halo de desconfianza.

“Los últimos serán los primeros” es una frase espantosa, porque no dice nada y, peor aún, porque siempre es interpretada de una única manera: como falsa esperanza contra el resentimiento para los últimos y como amenaza para los primeros.

Igualmente, los que realmente nos atraen son los últimos que se mantienen últimos. Se nos hace insoportable pensarlos ganadores o sobrellevando sus problemas; no queremos ubicarlos ahí porque perderían el aura fantástica de la derrota, de los desposeídos, de las víctimas. Si lo hacen, si se superan y extienden más allá de nuestras cortas expectativas, deberemos buscar a otros en quienes depositar nuestra preferencia. También pasa con las bandas de rock o en política internacional. No nos gustan Estados Unidos, Alemania o Israel. Son vencedores de perfil alto. Preferimos a Cuba, Irán o Palestina, porque tienen todas las de perder y porque el folklore así lo indica. Juzgamos la potencia del grande siempre prepotencia, innecesaria, injustificada y –aún sin el menor criterio o información para el análisis– lanzamos diatribas mientras nos rasgamos las vestiduras.

Nos parece mal el ataque de Israel a territorio palestino porque sentimos que es Goliat contra David y hay que “hacerle el aguante” a David.

No estoy sosteniendo que uno tenga razón y el otro no, lo que digo es que no pedimos explicaciones a Hamas o Palestina, a Irán o Iraq. Nos alcanza con los gritos de dolor en el desierto para sentir que algo se está haciendo mal y que la culpa es del más poderoso, el más rico, el mejor formado y organizado.

En otra guerra, en 1982, Argentina tenía las de perder y perdimos. Y eso que nos encantaba relatar las historias de las guerras médicas donde unos pocos guerrilleros volvían locos a legiones. Era fantástico pensar en soldados mal comidos, mal dormidos y peor armados, enfrentando con la idiotez de “la patria y la bandera” a la armada mejor preparada del mundo. Nos olvidamos de la capacidad de organización de San Martín, de su aptitudes para el mando, su genialidad estratégica, nos enloquece verlo como un petisito de provincia que echó a los imperialistas españoles del continente. Nos encanta el Che, rebelde y bonito, llanero solitario de las selvas sudamericanas, fumando habano y tocándole el culo al sistema. Nos encanta Maradona en México 86, pero mucho más en 1994, puteando y quejándose porque “le cortaron las piernas”.

Nos gustan los pobres pero lejos, los líderes pero bien muertos y los ideales imposibles. Nos gusta un mundo que no es y nunca podrá ser. Nos gusta mirar para abajo porque nos sentimos un poco menos mal y podemos pararnos sobre los que ahí se mueven mientras acusamos al que está más arriba.

        Sin admitirlo, nos gusta ganar pero nos da miedo que nos critiquen y peguen “los buenos”, tememos que sea incómodo o demasiado difícil, por eso nos quedamos con poco o nada, añorando un mundo más justo o la paz de los muertos.

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