jueves, 27 de noviembre de 2008

Tres viejos o más

[Relato breve para leer sin prisa.]

Hay un viejo sentado en un banco de una estación de trenes, en un paraje que ya ha perdido el nombre. Este anciano afirma que las formaciones que se ven, oxidadas y olvidadas a un lado del edificio desierto son las que viajan veloces mientras las máquinas que pasan de estación en estación, haciendo ruido y echando humo, como queriendo disimular, son las que en realidad se esfuerzan por quedarse en el lugar, las que trabajan para no avanzar. Este personaje cuida que, en el estático viaje de las locomotoras y vagones –a la vista y bajo su responsabilidad–, éstas no choquen entre sí y tampoco enfrenten a las que tan rápidamente se desplazan quietitas por toda la región. En el pueblo cuentan que cuando partió el último tren el viejo enfermó de tristeza. Nadie ha logrado sacarlo de la estación aunque pocos quedan a quienes esto les importe.

Otro señor de edad avanzada navega un viejo velero en pleno océano y grita desde el puente de popa, para quien quiera escuchar, que el mar se detendría y el viento cesaría, si la nave dejara de fabricar olas e hinchar sus velas. Todos consideran que tanto mar ha vuelto loco al viejo capitán, pero por miedo a su furia o por algún tipo de sabiduría –nunca se sabrá– nadie se ha atrevido nunca a detenerlo en tierra firme.

Hay un tercer viejo que cuenta historias que no son ciertas, que sólo existen en un papel, que es siempre el mismo papel convertido prácticamente en una mancha total de tinta. Ahí va poniendo palabra tras palabra, letra por letra. Muchos lo tildan de tonto y suponen que ha perdido el contacto con la realidad, aunque algunos en silencio y a escondidas se asoman a la maraña de trazos para leer su suerte y la de los demás.
Alguien testifica haber conocido a un cuarto y hasta a un quinto anciano. De éstos no ha trascendido ninguna característica, por lo que otro sospecha que son invenciones del primero o del tercero quienes –alguien más ha llegado a jurar, aunque nadie lo pueda demostrar– son los que escriben esta historia.

Esteban Morin
Noviembre de 2008

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