miércoles, 9 de julio de 2008

Sobre el teatro







por J.C. Brandsen*

Breve aclaración

La secretaría de redacción de esta columna me ha dado otra oportunidad, muy a pesar de aquellos lectores que se han quejado por mi último artículo “Un crimen”, de expresar nuevamente mis opiniones, aún con la sugerencia –prácticamente una advertencia– de morigerar el tono.

Puedo entender que a ciertos espíritus simples no les guste –o no comprendan– mi estilo refinado y altivo, mi clara superioridad, dada la imperante superficialidad y torpeza de la que son víctimas en los folletines y publicaciones diversas de hoy en día. Intentaré pues, en esta oportunidad y en una estupenda lucha contra mi propia naturaleza, simplificar las expresiones aquí volcadas de tal manera que el vulgo que accede, pueda a su vez obtener algún concepto. Hubiera preferido decir que “con la verdad no ofendo ni temo”, pero es de grandes también saber cuando indicar a manera de cuento, cual relato para un niño pequeño, verdades infinitamente superiores y regalar generosa y humildemente a los compatriotas, aunque sea en una mínima parte, un breve conocimiento, cuyo cúmulo se convierte en verdadero yugo para aquellos “pocos sabios que en el mundo han sido”.

Con humildad, entonces solicito, lean el siguiente artículo y envíen su comentario a la casilla indicada. Los idiotas resentidos, hagan el favor de abstenerse. Quiero decir, se agradecerán los palabras edificantes que permitan al suscribiente mantener esta miserable fuente de trabajo.

J.C. Brandsen

Ribera del Paraná, 15 de julio de 1938



Sobre el teatro

Seleccionar una obra a la que asistir, eligiendo entre las numerosas invitaciones que una persona de mi reconocimiento social recibe diariamente, no es tarea sencilla y requiere de una entereza de carácter poco común. La gente como uno está obligada moralmente a dar su opinión sincera, sin miramientos y sin tapujos. La cuestión es que, luego de ardua deliberación interna, fui a ver una obra breve de varios autores contemporáneos, en una apuesta que una vez más fue un absoluto yerro.

Tal vez compartir mi experiencia con el público lector compense, por fuerza del consejo transmitido, algo del mal trago que tuve que soportar el viernes pasado.

Las sorpresas desagradables comenzaron desde temprano y ya al acceder al salón por una puerta lateral pude comprobar la mala calidad de la acústica y disposición de las localidades, así como la ornamentación extremadamente contrastante de todo el espacio. Resté importancia a esa situación, nimia en fin al contenido de la obra, e ignoré abiertamente las embelesadas expresiones con las que los otros asistentes miraban mi atuendo. Confieso que soy de la vieja escuela y entiendo que al estreno de una obra debe asistirse de rigurosa etiqueta, por lo que en esa oportunidad lucía mi lustroso frac, guantes y galera, algo que debe haber llamado la atención a los impresentables que me rodeaban.

Antes de comenzar la función, una oradora hizo las veces de presentadora y, en un discurso torpemente emotivo, felicitó a los actores por anticipado y dio inicio a la representación con efusivo “música maestro”… una paparruchada.

La obra era un espantoso collage sin el menor sentido artístico. Al ya insulso título, cuyo juego de palabras simplón no causaba el menor asombro, se sumaban las actuaciones con falencias de todo tipo. Los increíbles actores cometían errores al decir sus partes –hasta al pronunciar simples parlamentos– y representaban pobremente sus roles: algunos se bajaron del escenario llorando sin ninguna relación con el hilo de la trama –quizás en un intento modernoso de hacer participar al público– o quedaban atónitos, duros como estacas. El argumento era por demás de insulso y aburrido. Si Brecht viviera, hubiera vuelto a morir de odio o de risa por esta suerte de intento burdo de hacer teatro.

Se veían carencias por todos lados, por el de las interpretaciones ordinarias y la dirección insuficiente, desde la selección del texto y su producción. Ni hablar del sonido y las inexistentes luces, que tal vez quisieron introducir un concepto de hiper-realismo y en tal caso fue pésimamente logrado.

Luego de treinta minutos cayó el telón y pensé en que finalmente había terminado la tortura. Pero fue aún más grande mi turbación cuando, intentando escabullirme, el público estalló en vítores y aplausos rabiosos y se lanzó en búsqueda de los actores para abrazarlos y saludarlos personalemente. Está demás aclarar que huí despavoridamente del lugar y todavía me pregunto exactamente de qué fui testigo en ese momento.

Más allá del asombro del que todavía no me recupero y siempre en un respeto profundo por el arte y los artistas, sugiero enérgicamente no asistir a la función “Ana la rana aragana” producida por el jardín Los Cubitos y protagonizada por asistentes a la sala de tres y cuatro años. No hay derecho a llamar eso teatro.


* Columnista especializado en televisión y entretenimiento, invitado por Filigranas.

2 comentarios:

  1. A este tipo hay que rajarlo, es insoportable. Lo siento por él y su fuente de trabajo.

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  2. Da la cara, anónimo... no podés hacer un comentario así y sin identificarte.

    Anónimo II

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