martes, 10 de junio de 2008

Mateo y la magia


Lo que me gusta, o lo que hago todo el tiempo y por eso supongo que ha de gustarme, es la magia. No en el sentido esotérico porque me da mucho miedo, sino los trucos de ilusionismo cotidiano, como ponerme despacio a contar un cuento y partirlo al medio con una noticia que no es sino otro historia pero que no tiene ninguna obligación estética. O hacerme el muerto hoy un poco y renacer ayer donde nunca estuve y nadie podrá verme. O desaparecer, hacer como que desaparezco, cuando no hay más opción que estar ahí frente a todos y frente a mí mismo. O fingir que nada me importa, me involucra o me emociona y puedo estar por encima o por debajo de todo.

Hoy descubrí que Mateo sabe de magia. Después de llegar del jardín de infantes y mientras nos sentábamos a comer, yo me ausentaba en un truco viejo: me iba subiendo en pensamiento sobre pensamiento, razón sobre miedo; uno sobre otro iba escalando cada vez más oscuro y más lejos. Él, tal vez percibiendo esa ausencia progresiva, elevó su dedo desde la polenta que amasaba con calma y me tocó la nariz.

–¿Ete? –preguntó.

–Nariz –dije creyendo que buscaba mi validación.

–Ete una naiz –dijo con un tono mucho más elocuente que el mío y pasó luego su dedo por un lente y por el otro–. Ete un ojo, ete oto –completó.

Sus manos se movían con soltura, como las de un experimentado prestidigitador, y las manchas de comida daban a todo un aire surrealista que colaboraba con la simplicidad del acto. Recuerdo que René Lavand simulaba la mayor lentitud en sus trucos y esto justamente era lo que los hacía geniales. Con el de Mateo, nada era espectacular, veloz o violento, pero estaba claro que era grandioso.

Seguí el juego mecánicamente y, cumpliendo la labor de padre dedicado, señalé mi propia mejilla esperando su descripción.

–Ete, un beso y ete oto beso –dijo haciendo pinza con pulgar e índice de cada lado de mi cara. Su respuesta me sorprendió ya que yo esperaba el nombre que vino después y no la función. Tal vez acá estuvo el truco o la distracción para poder realizarlo, o no.

Después abrió ambas manos y apretándome la cara en una bofetada doble completó: -Ete tachete.

Sonreí y devolvió una risa sonora y auténtica; estaba hecho. No sé cómo exactamente, pero me trajo ahí, a la mesa frente a él, al día de sol por la ventana, a las tareas que debía enfrentar por la tarde y a otras que realmente no valían la pena. A la locura de tantas discusiones sobre el destino del país y a la importancia de pocas palabras que mueven lo profundo, lo doloroso, lo bello, lo indescifrable.

Lo miré con atención mientras él volvía a comer y traté de interpretar si era consciente de ese poder, si disfrutaba del asombro de su único espectador y víctima, si me iba a dar otra señal, pero él –como los grandes magos– simplemente continuó comiendo como si tal cosa y me dejó pensando en mis trucos de morondanga.

Esteban Morin

Junio de 2008

4 comentarios:

  1. ESPECTACULAR!!! Muy buena narración, sentí que podía verlo a la vez que lo iba leyendo.

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  2. GENIO, GENIO, GENIO, que inqueibe como los chicos nos hacen ver y sentir a lo cotidiano como extraordinario no??
    MUY BUENO

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  3. Queria felicitarte por el sitio,
    Un saludo cordial desde Santa Fe.

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  4. este niño tiene esas cosas... te sube, te baja, te estrella, te duerme, te enamora, te alegra... gracias a dios lo tengo cerca!!!

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