Corría por la
autopista con destino a Bs. As. Mi intención era llegar hasta la
ciudad desde Rosario pero iba en el sentido contrario. Vaya uno a
saber por qué. El camino era más arduo y distante de lo que parecía
en principio —como con cualquier empresa, ¿no?— y en San Pedro
(la mitad exacta del recorrido) ya sentía que no podía más. Sin
embargo, avanzaba con dificultad hasta Zárate. En el peaje, donde
pasaban un montón de autos, colectivos y camiones, yo me daba cuenta
de que llegaba andrajoso y muy transpirado, caía en cuenta de que el
esfuerzo estaba destrozándome.
Pensaba en que no
tenía sentido seguir corriendo tanto, en que no ganaba nada con
llegar a Capital en ese estado. Ahí, recién entonces, me daba
cuenta de que estaba solo, abandonado. Que nadie podía venir en mi
auxilio. Que tenía que tomar un colectivo de línea para poder
entrar a la ciudad desde la autopista, porque era imposible hacerlo a
pie, y que no tenía dinero ni sabía por dónde conseguirlo.
Finalmente entraba a
la ciudad una calle que se bifurcaba formando una Y que dividía las
manos de circulación y daba la vuelta a un lago sobre el que se
organizaban todas las edificaciones. Me recibían en la casa de unos
amigos de otros amigos (tal vez Eugenia, la compañera de Patri que
se fue a vivir a Bolivia). Estaban dos hermanas y un hermano menor,
los padres que casi no venían por la casa. Yo, como un viajante que
recibía el cobijo de esta familia, me acomodaba a sus horarios y
agradecía la oportunidad mientras pensaba la forma de volver a mi
casa, o hacerme el espacio para escribir bajo esta tutela
(mecenazgo).
Me llevaban en auto
de un lugar a otro de la ciudad y yo me dejaba conducir sin oponer
resistencia.
Me desperté
exhausto de tanto correr de aquí para allá, como sin energía
después de tanto esfuerzo físico; confundido y mareado, sin
entender dónde estoy y si soy arrastrado o elijo el lugar.
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