Con los años uno va
olvidándose un poco, si logra evitar pensar y se deja arrastrar por
las horas monótonas. Muchas veces la radio ayuda porque puede ser
una voz que se opone a la otra, la que nunca se calla, o música que
abre la puerta a un poco de silencio, aunque sea por un rato. Sin
embargo, al final siempre vuelve el pensamiento de que deben estar
buscándome para que cumpla con lo pactado, el tiempo sigue pasando.
Las instrucciones
habían sido claras y todo parecía de lo más simple, pero algo me
detuvo el primer día y los que siguieron. No sé por qué y ya casi
no me pregunto qué me pasó.
En las primeras
semanas, cada vez que lo veía salir, agarraba el aparato de radio
con las dos manos y bajaba el volumen al mínimo, esperando que un
indicio en la serie interminable de ruidos que hacía para cerrar y
trabar el salón me diera la pauta para actuar. Recuerdo que la
primera tarde temblaba cuando solté el forro de cuero, justo al lado
del dial, y acaricié la culata con un dedo por uno de los extremos
sueltos. Decidí no moverme esa vez; quise estudiar los movimientos
antes de actuar. Proyectaba en mi cabeza cada uno de los pasos,
acelerada y confusamente, como en esas películas mudas que alguna
vez vi: cruzar la calle, esperar que se dé vuelta, el fogonazo y la
huída. Cuando el otro dobló la esquina y dejé de oírlo, volví a
subir despacio el volumen de la radio; era la hora de los valsecitos.
Ya me habían dicho
que no tenía por qué apurarme, que me tomara el tiempo para hacerlo
bien, sin testigos ni sospechas. Eso me consolaba cada noche mientras
recorría las calles oscurecidas pedaleando de vuelta a casa. Hice lo
mismo el día que siguió y el otro, y seguí.
—No te preocupes
por nada, algo siempre vas a tener para comer y en esta casa te
puedes quedar cuanto quieras —Así me habían explicado mientras me
daban la radio y detallaban unas pocas cosas más.
Nunca me interesó
la política ni las ideologías, pero sé como usar un arma y tengo
la experiencia necesaria: he matado. Me habían dicho que esas eran
las únicas condiciones esenciales para este trabajo, lo demás podía
restar o sumar pero no era importante. El jefe del grupo, un petiso
grueso que siempre sonreía falso como maestro de escuela, solamente
me había mirado las manos ese día y había entregado
ceremoniosamente un billete de cien:
—No es pago —había
dicho—, sólo es una ayuda para que no te falte nada. Vos estás
haciendo un gran aporte a la causa. Recuerdo que esas palabras me
habían hecho sentir como a esos santos que salen en procesión y a
los que la gente les tira monedas y flores. Todavía guardo el
billete.
Muchas cosas pasaron
desde entonces. Desde este banco pude ver cómo un carro atropellaba
el hijo del médico y su cajón saliendo en marcha fúnebre al día
siguiente, vi al mismo doctor caminar borracho apoyándose en las
paredes y escupiendo al piso cada vez que pasaba frente a la
parroquia. También bajó por esta calle la mujer del comisario,
corriendo de la mano del ladrón recién liberado, y lo mismo hizo el
comisario en persona pero horas después, lloraba el infeliz. Sentí
la nevada de 1979 y oí los cañonazos el verano siguiente, cuando la
iglesia se quedó sin una de sus torres. En este tiempo el padre
abrió, entró, salió y cerró las puertas, día tras día.
No pude hacerlo, no
pude. Ayer venía decidido, como nunca, o tal vez sólo como esa otra
vez en que salió la muchacha tapándose la cara y arreglándose la
ropa. Me acuerdo que se me puso la cabeza en blanco y pensé que ése
era el momento, pero el cura no atravesó la puerta esa noche, como
tampoco lo hizo anoche, al menos no caminando. Me quedé esperando
por varias horas, ya habían terminado los valsecitos y sonaba esa
música rara como de violines. Cuando se estacionó el camioncito
negro de la funeraria me di cuenta que ya no tenía nada que hacer y
era mejor volver a casa. No pude pegar un ojo en toda la noche.
Regresé esta
mañana, con baterías nuevas en la radio a esperar que vuelvan a
arrastrarse las horas, que llegue el momento y pueda finalmente
cumplir con mi misión. Hay un muerto, pero ningún tiro ha sido
disparado. No es lo mismo. Tal vez cuando salga la pompa fúnebre, yo
lo haga a través de la madera, quizá pueda cumplir con lo pactado y
nadie tenga que venir a cobrarme, después de tanto tiempo, la deuda
de un trabajo no cumplido. Me tiemblan las manos, voy a armar mucho
alboroto con todas esas viejas llorando alrededor del cajón ¿y si
tampoco es hoy el día? Puedo esperar otro más, sólo otro más.
Quizás sea mejor subir mañana al cementerio, pedaleando despacio
para llegar a la tardecita y prender la radio, sentir el olor a
tierra suelta de la tumba y sentarme a escuchar unos valsecitos.
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