Vuelvo a pensar en
la botella, en su contenido, en qué mensaje salvador trae el agua a
mis orillas. ¡Uh, “mis orillas”! Tengo bordes por todos lados,
lugares orilleros, como los límites filosos de una página. Los
salvavidas a los que me aferro en vez de buscar el mensaje que llega.
Finalmente rompo el vidrio y encuentro un texto escrito claramente
con letra cursiva de maestra de primaria: “Todas nuestras musas se
encuentran atendiendo en este momento, por favor espere en su isla e
intente comunicarse más tarde, o diríjase en bote a nuestra
sucursal más cercana.”
Habrá que escribir
solo, evitando la tentación de echar culpas al destino, a la
inspiración o a lo que sea.
Cuando era chico,
hacíamos mini vacaciones en la Casa del Encuentro, una especie de
convento con un gran terreno con una vieja casona y algunas casitas a
orillas del río Carcarañá. El camino de entrada estaba custodiado
por dos largas filas de eucaliptos donde anidaban cientos de palomas.
Al atardecer, al ruido de aleteo de los pájaros que se agrupaban
para pasar la noche, se sumaba el canturreo gutural. El ulular de
esos bichos se fijó en mí como el miedo por el hombre Uva. Suponía
que ese ruido anunciaba la llegada del hombre Uva, un ser informe que
habitaba entre los árboles y me iba a dañar de alguna manera. El
terror era profundo y transformaba toda mi sensación del momento: el
río traía la corriente abrupta, el olor a pescado, el barro entre
los dedos de los pies, la luz tenue de la casa y ese silencio
depresivo, todo era condensado en el sonido de esos pájaros.
Será que me
angustiaban los atardeceres, el recuerdo hoy me trae ese olor a
tristeza y a soledad. Llena de gente como siempre estuvo mi infancia
no podía encontrar el modo de superar el dolor de la partida del
sol. Había algo en el ambiente, en la luz sórdida de las lamparitas
de baja potencia, el olor a humedad, la improvisación de las comidas
y las actividades. El refugio eran los libros, que traían la
posibilidad de encauzar mi historia, de encontrar cierto orden en un
relato que en el mundo era demasiado amplio para mí.
Hago un bollo con el
papel de la botella y lo pongo en el centro del círculo de piedras
que sirve de altar en el suelo para la fogata diaria. Le tiro ramas
secas y piñas encima, y lo enciendo. Ante las primeras lenguas
amarillas y verdosas empiezo a sumar troncos más grandes y en pocos
minutos tengo una gran fogata. Del humo, que sube recto como una
columna, surgen aves silenciosas que se lanzan a la noche de la isla.
No hay nadie más y, en un momento súbito, con el último pájaro de
fuego, se desprende de mi espalda un suspiro seco y un peso se libera
como si en las alas de ese pájaro infame volara algo que me
sujetaba.
Todo se renueva: el
contorno de la isla, mis pies en la arena, el cielo estrellado, el
sonido del fuego, el olor de las plantas a mi alrededor, el aire
mismo que entra y sale de mis pulmones trae una carga nueva. Una
brisa leve baila con las chispas y desparrama las cenizas.
Busco en mi mochila
un papel, lápiz y una botella. Escribo: “No estás solo” y lanzo
el mensaje al mar aprovechando la marea que comienza a retirarse.
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