Sobre los
perdedores
Es siempre más
apropiado estar del lado del más débil. Aún sin importar las
intenciones del mismo, sus métodos o sus resultados, sus ideas o
ideales. El perdedor es nuestra insignia y la bajeza nuestro ánimo.
Empezó mucho antes del fútbol, aunque ahí se ve con claridad: no
se puede hacer hinchada por Brasil, tampoco por Francia o Italia, hay
que jugarse por los africanos, asiáticos, hasta España; más arriba
en la escala de mérito es inaceptable. Simplemente, no se debe estar
del bando ganador que siempre está teñido de un halo de
desconfianza.
“Los últimos
serán los primeros” es una frase espantosa, porque no dice nada y,
peor aún, porque siempre es interpretada de una única manera: como
falsa esperanza contra el resentimiento para los últimos y como
amenaza para los primeros.
Igualmente, los que
realmente nos atraen son los últimos que se mantienen últimos. Se
nos hace insoportable pensarlos ganadores o sobrellevando sus
problemas; no queremos ubicarlos ahí porque perderían el aura
fantástica de la derrota, de los desposeídos, de las víctimas. Si
lo hacen, si se superan y extienden más allá de nuestras cortas
expectativas, deberemos buscar a otros en quienes depositar nuestra
preferencia. También pasa con las bandas de rock o en política
internacional. No nos gustan Estados Unidos, Alemania o Israel. Son
vencedores de perfil alto. Preferimos a Cuba, Irán o Palestina,
porque tienen todas las de perder y porque el folklore así lo
indica. Juzgamos la potencia del grande siempre prepotencia,
innecesaria, injustificada y –aún sin el menor criterio o
información para el análisis– lanzamos diatribas mientras nos
rasgamos las vestiduras.
Nos parece mal el
ataque de Israel a territorio palestino porque sentimos que es Goliat
contra David y hay que “hacerle el aguante” a David.
No estoy sosteniendo
que uno tenga razón y el otro no, lo que digo es que no pedimos
explicaciones a Hamas o Palestina, a Irán o Iraq. Nos alcanza con
los gritos de dolor en el desierto para sentir que algo se está
haciendo mal y que la culpa es del más poderoso, el más rico, el
mejor formado y organizado.
En otra guerra, en
1982, Argentina tenía las de perder y perdimos. Y eso que nos
encantaba relatar las historias de las guerras médicas donde unos
pocos guerrilleros volvían locos a legiones. Era fantástico pensar
en soldados mal comidos, mal dormidos y peor armados, enfrentando con
la idiotez de “la patria y la bandera” a la armada mejor
preparada del mundo. Nos olvidamos de la capacidad de organización
de San Martín, de su aptitudes para el mando, su genialidad
estratégica, nos enloquece verlo como un petisito de provincia que
echó a los imperialistas españoles del continente. Nos encanta el
Che, rebelde y bonito, llanero solitario de las selvas sudamericanas,
fumando habano y tocándole el culo al sistema. Nos encanta Maradona
en México 86, pero mucho más en 1994, puteando y quejándose porque
“le cortaron las piernas”.
Nos gustan los
pobres pero lejos, los líderes pero bien muertos y los ideales
imposibles. Nos gusta un mundo que no es y nunca podrá ser. Nos
gusta mirar para abajo porque nos sentimos un poco menos mal y
podemos pararnos sobre los que ahí se mueven mientras acusamos al
que está más arriba.
Sin
admitirlo, nos gusta ganar pero nos da miedo que nos critiquen y
peguen “los buenos”, tememos que sea incómodo o demasiado
difícil, por eso nos quedamos con poco o nada, añorando un mundo
más justo o la paz de los muertos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario