—No me siento tan
bien —dijiste hoy mientras te doblabas de dolor y se tensaban los
tubos que te ataban a la cama.
Pensé en las ganas que yo tenía de salir al sol, a respirar un aire
que no tuviera esa carga eléctrica de los hospitales. Pensé en los
pendientes que se acumulaban en la oficina y en casa, durante los
minutos que se comían lentos unos a otros en esa sala blanquísima,
mientras la vida estaba en otro lado.
—Andá nomás
—pediste cuando te fue posible volver sobre tu espalda, mientras
mirabas ya por la misma ventana que miraba yo a los árboles vibrar
como marionetas—. Andá y no te preocupes que nos vemos mañana. En
un rato llega mi vieja que se queda esta noche.
Creo que dudé en
responder, un segundo más de lo prudente: —No, loco. Quedate
tranquilo que lo que más me gusta los jueves por la tarde es pasear
por hospitales. Es como un hobby perverso que tengo. Si no
estuviera con vos, estaría buscando alguna otra habitación. Las
elijo por el ruido que hacen los pacientes vomitando o gimiendo de
dolor. No sé, mi psiquiatra me dice que vamos a probar con otra
medicación. Después te cuento.
—Sos un imbécil
—replicaste cerrando los ojos.
Me acerqué para
acomodarte las sábanas y no pude evitar mirar el reloj. Las tres y
media. Recordé que mañana cierra el reporte para los socios y yo
tengo una pila de números para revisar.
—Andá, viejo,
andá que no me voy a morir hoy —me dijiste empujándome con una
mano de papel ajado, de viejo libro que se quiebra si lo movés
demasiado rápidamente, el fascículo de una colección infantil
perdida en el tiempo.
—¿A qué hora
viene tu vieja? —pregunté.
—Ya debe estar por
llegar. No me hagas enojar y dejame tranquilo.
—Está bien, che
—respondí y agarré el saco—. Pero vuelvo mañana y por ahí nos
vamos a jugar un rato al tenis, ¿querés?
—No sé, no sé.
Tenía planes para hacer una maratón a la tarde, así que si no me
encontrás, hablamos a la noche para salir a tomar algo. Te llamo.
—Dale. Hablamos
mañana —dije mientras abría la puerta—. ¿Llamo a la enfermera?
—No, por favor,
no. Apagá la luz al salir que quiero dormir un poco.
Asentí con un
gruñido y salí disparado por el pasillo.
II
Creo que el
reencuentro empezó cuando te llamé porque me casaba y quería que
fueras mi testigo. Había otros candidatos, pero ninguno me pareció
tan acertado como vos. Es verdad que tuve que contactar antes a media
docena de amigos y parientes para dar con tu nuevo teléfono. Y es
que nos habíamos distanciado, como adentrados en una zona sin señal,
por alguna razón que ambos supimos olvidar luego.
Entonces la
reconexión fue inmediata, como había sido aquella tarde en que, con
raqueta en mano, nos saludamos bajo el sol insoportable del final de
la primavera del 87 ¿o fue del 88? Acababa de cumplir doce o trece
años y vos recién llegarías a esa edad en los primeros meses del
año siguiente. De la escuela secundaria, ni hablar: una especie de
lazo permanente nos cruzaba en diferentes ocasiones: el deporte,
alguna novia que intentamos enrocar y no funcionó, mi hermana, las
clases de inglés donde yo aprovechaba para fumar y aprender sobre
historia del rock y el mundo de la ciencia ficción.
Huí por un costado
como esa vez en la que no quise ir a tu cumpleaños porque sentía
que eras mi único amigo —recién hoy me doy cuenta— y la imagen
de verte rodeado de tantos otros, de perder cierta exclusividad de la
que creía gozar durante algunos momentos me aterraba. Me impuse
entonces una prueba de supervivencia a tu amistad, que vos claramente
recriminaste. Algo parecido pasa ahora ya que no estoy en la oficina
ni junto a vos, pero escribo estas líneas apretadas en un bar a unas
pocas cuadras de la habitación donde te vas apagando.
En el pasado, por
momentos te veía enorme, social, suelto y divertido, mientras yo,
incapaz de hilar una frase coherente frente a cualquier persona con
la que no hubiera establecido un lazo previo con al menos cinco o
siete encuentros previos, me retraía e un rincón a mirar la escena.
Otras veces, imbuido en mis propios temores salía a desdeñarte para
mostrar no sé qué superioridad: eras mejor en natación y yo en
básquet, ambos bastante malos para el fútbol y vos, claramente,
mucho más dotado para el tenis; con el ajedrez me quedaba yo la
mayoría de las veces, y en lo demás estábamos bastante parejos.
De la lealtad que
nos profesábamos recuerdo dos escenas imborrables: una noche de
verano en el pueblo, bajo la amenaza de la banda rival, salimos a la
calle a pelearnos y nos enfrentamos con amenazas y poses provocadoras
con un cuchillo escondido en la manga, dispuestos al borde de matar o
morir en la noche del monte; el segundo episodio fue muchos años
después cuando viniste a casa y te conté que mi matrimonio estaba a
muy poco de desmoronarse y me miraste con expresión seria, de esas
que te he visto pocas veces en la vida. No pasó nada pero valió por
todo, podríamos haber combatido en una guerra, ser ladrones de
bancos, expedicionarios a alguno de los polos o iniciado una
revolución, pero nos tocaron otros tiempos, otras prioridades, otra
historia.
De mi parte, aunque
mezquina y toscamente, todavía recuerdo el día, cerca de seis meses
antes de tu casamiento, cuando me contaste que te mudabas con ella.
Me parece que lo hiciste casi pidiendo disculpas.
—Ya estamos
grandes y no sirve de nada dar tantas vueltas —fue tu justificación
a que no hubieran pasado más que algunas semanas desde que habían
formalizado la relación. Creo que apenas asentí con un gruñido, ya
que ambos sabíamos que el amor se iba con esa novia de la secundaria
con la que habían intentado sin éxito una última vez el verano
anterior.
Te fuiste a otro
país con el trabajo de tus sueños y volvimos a dejar de hablar, en
un nuevo silencio, ahora lleno de cotidianeidades distintas y el
temor a confirmar que llegamos a traicionar a quienes habíamos sido
—y seguíamos siendo en lo profundo—. Tu papá murió en el medio
y viniste al entierro. No me gustan los cementerios por lo que no nos
cruzamos en ese momento. La verdad es que te debía un abrazo que
pude darte a tu regreso, casi quince años después.
Esta última vuelta
fue hace más o menos un año, para ese tratamiento experimental que
te recomendaba retomar contacto con no sé qué pasado. Entonces no
se te veía tan mal y la verdad es que creía que era uno de esos
cuentos tuyos para esconder que no aguantabas más el extranjero y
querías volver, pero no podías aceptar que eras un argentino
promedio que no se bancaba estar lejos del dulce de leche, el asado,
la familia y las amistades falsas.
Si hubiese sabido
que me iba a quedar tan solo no habría contestado el correo
electrónico donde me contabas tu regreso. Ahora que atardece, siguen
apagadas las luces de la habitación 308 y me doy cuenta de que
todavía sos mi único amigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario