O la anécdota del jefe místico
Fue
en diciembre del 2000. Tenía 25 años. Estaba por cumplir dos meses en mi primer
trabajo en Buenos Aires. Para cualquier pibe de San Lorenzo, ciudad conocida
por una batalla histórica y absolutamente desconocida por todo lo demás, trabajar
en Capital era el logro de una vida. Trataba de convencerme de esta mentira para
acometer mi propia “gesta heroica” cada domingo: despedirme de mi novia, acostarme
por dos horas, levantarme a las tres de la madrugada, ponerme el traje y tomar
el Sierras de Córdoba hasta Retiro, todo evitando pensar el tiempo que faltaba
hasta tomar el micro de regreso a casa el viernes siguiente.
Los lunes había
que remarlos contra corriente. En la oficina, cuando llegaban las cuatro de la
tarde, olvidate de articular una frase o de resolver una fórmula en Excel.
Había que disimular hasta las seis, rajar al departamento y tirarse en el
colchón hasta el día siguiente.
Ese lunes me
sentía apedreado. Miré el relojito de la pantalla: las cuatro y media. Palpé los
Philip Morris en el bolsillo y salí para el rincón de los fumadores. Apenas di
una pitada, apareció la secretaria del gerente general:
―Te busca
Ricardo ―me dijo―. ¿Podés hablar con él ahora?
Asentí, apagué
el cigarrillo, me acomodé la corbata y la seguí. No quise pensar por qué me
buscaba el gran jefe; mejor confiar. Pensé en mi camisa que acumulaba catorce
horas de uso y cuatrocientos quilómetros de micro: seguramente olía a baño de
estación de servicio. Empecé a susurrar:
―Dios te salve
María, llena eres de gra…
La secretaria salió
y me hizo una seña. Entré.
Ricardo escribía
en la otra punta de la oficina blanca y silenciosa. Un aroma fresco inundaba
todo. Caminé hacia el escritorio. Vi las rosas en un jarrón blanco, bajo un
cuadro enorme: cruces de líneas, algo abstracto. Al lado del jarrón, la estatua
de la Virgen. En mi familia siempre fuimos devotos de María: la imagen debía
ser una buena señal. Nunca estuve tan equivocado.
Me quedé parado
frente al escritorio. Ricardo terminó de escribir y me miró.
―Sentate,
Esteban ―me dijo―. Quiero conversar con vos.
―¡Claro!
―respondí con entusiasmo. Tener una charla con ese genio de los negocios era
una oportunidad única.
―Vos sos
creyente, ¿no?
―Católico
apostólico romano ―respondí. Pasé de entusiasta a obsecuente. Oí algo en el
fondo de mi cabeza: una chicharra indicando la apertura de una puerta
peligrosa.
Se largó a
hablar:
―Un grupo de
personas vamos a una capilla en zona norte. Allá, una mujer humilde hace un
trabajo muy especial.
Imaginé que iba a
pedirme que me sumara al grupo de trabajo comunitario. Vivir partido entre
Buenos Aires y San Lorenzo ya era una mierda, ¿y ahora esto? ¿También los sábados
en Capital? ¿Cómo se habría enterado de mi actividad religiosa? Ricardo siguió.
No sé si por efecto
del sueño o de la alarma en mi cerebro ―o de lo que había entrado por esa
puerta abierta que hacía sonar la alarma―, yo me distraía: me llegaban frases entrecortadas.
Solo podía organizar las ideas unos minutos después.
Me contó que la Virgen
―la misma María madre de Dios― le mandaba mensajes a él, Ricardo Smith, y a
otros empresarios, y gerentes de distintas empresas. Me relató en detalle momentos
precisos, imágenes y coincidencias imposibles. Todo confirmaba la presencia
real de ella. Abrió un cajón y sacó un
papel garabateado con letra grande, en renglones superpuestos: un mensaje.
―Esta es mi
misión ―dijo―: separar los buenos de los malos para la batalla del fin de los
tiempos.
La alarma se
apagó, la bomba había caído. Entré en pánico. ¿De qué lado estaría yo?
Siguió hablando.
Casi no lo oía con tanto ruido en mi cabeza. Entre los pitidos y sirenas
escuché que la fecha era próxima: meses y no años.
Hasta que se
calló.
Releía sus garabatos
y se le llenaban los ojos de lágrimas.
Aproveché el
momento y me paré. Quise decir algo, pero no supe qué. Me dolían las piernas,
me pesaban. Necesitaba cruzar la puerta y alejarme. Miré la estatua al lado de
las rosas. “Hija de puta”, pensé. Puse toda mi energía en dar un paso y después
otro. El enorme cuadro, ahora lo entendía, mostraba lanzas chocándose y abajo
un mar de sangre.
Salí del
despacho, saqué el último Philip Morris y fumé en silencio: ya escuchaba las
hordas por la calle.
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