Yo trabajando, para variar. Mateo corre liviano y se lanza a
la cama, a mi espalda.
Me giro para mirarlo. Sabe que no debería estar ahí.
—¿Qué pasa, Mate?
—Nada —me mira con la boca medio abierta, como cuando a
mitad de una frase nos atraviesa una idea y ya no podemos seguir—. Soy un
guerrero en el cuerpo de un niño.
—¿De verdad? —pregunté, girando del todo el cuerpo para
mirarlo de frente.
Él ya bajó la cabeza y gira su dinosaurio anaranjado
haciendo fiussss y shhhssss y también ffssstpsss.
—Sí, un guerrero de otro planeta —dice sin dejar de girar al
tiranosaurio.
—¿Y cómo sabés eso vos? —Tal vez no quiero escuchar la respuesta
a esta pregunta. Me acuerdo de otras conversaciones, de algunas frases que ha
dicho en sueños.
—Porque me acuerdo todo lo que me dijeron mis padres antes
que me fuera: “Siempre recuerda lo que te dijimos” —Pone la voz grave de un
padre extraterrestre que, obviamente, no tiene relación con la mía—. Me dieron
una nota. Pude recordarlo. Sin olvidarme. Y nunca olivarme.
—¿Yo no soy tu papá? —pregunto.
—Ahora sí lo sos. Aunque sos humano, igual lo sos.
Menos mal, pienso, aunque me sonó a premio consuelo, a
mentira piadosa, a sonrisa de guerrero que se prepara para la batalla.
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