La otra noche tuve que esperar en Retiro casi dos horas para poder tomar un micro que me dejara en Rosario. En el andén, con dos bolsos y escuchando música por el celular, veía pasar a la gente que habita esta terminal en las madrugadas. A pocos metros, dormía un viejo envuelto en una gabardina raída, parejas caminaban arrastrando valijas, el piso sucio y los ceniceros despedían uno olor a tristeza que sólo completaban las caras somnolientas de los demás transeúntes entre mendigos, pasajeros y choferes.
En un momento, mientras luchaba por no quedarme dormido, se acercó un niño de entre 8 y 10 años. Nunca escucho música en volumen alto con los auriculares ya que siempre prefiero mantener el contacto con lo que me rodea y que el sonido ambiente pueda llegarme por sobre la música. El niño me hizo señas para que me saque los auriculares y así lo hice.
–Dame un billete que tengo hambre –me dijo mientras miraba para otro lado y daba pequeños saltitos nerviosos.
–No tengo nada más que este pasaje –le dije mostrándole el papel que tenía en la mano sobre el bolso que guardaba mi computadora y en un bolsillo la billetera con cerca de doscientos pesos.
Entonces lo miré un poco más. Tenía el pelo corto y una mochila tipo marinera colgada en los hombros. Hablaba serio y endurecido, como intentando estar enojado con algo más allá de mí.
Insistió: –Dame un billete, loco. Dale.
–No tengo nada –mentí una vez más y lo miré a los ojos esperando su mirada. Había algo melancólico en él, como si hubiera visto demasiado para su edad, como si hubiera estado viendo otra cosa en ese preciso momento.
–Te juro que si no me das un billete te corto el cuello –masculló apretando los labios mientras metía una mano en el bolsillo de la campera raída–. Dame un billete.
Evalué algunas opciones. Yo estaba sentado y podía levantar una pierna y empujarlo con la planta del pie para que caiga de espaldas en el piso. Debía pesar, a lo sumo, unos 30 kilos, mucho menos de la mitad de mi peso y sus ojos vidriosos me indicaban que no estaba ni bien comido ni bien dormido y seguramente algo intoxicado. Volví a observarlo un segundo después de ese primer reflejo de defensa: era un pibe, como lo fue mi sobrino y será mi hijo en pocos años más, estaba desesperado por amedrentarme y yo sólo podía llevar mis ojos a los suyos como una pregunta. No hablamos más por pocos segundos.
–Dale, loco –dijo y miró para la izquierda. Me dí cuenta que no estaba más ahí, que ya se había ido a otro lado.
Los dos sostuvimos unos segundos enormes de silencio y de preguntas. “¿Qué querés chiquito? ¿Qué hacés a esta hora solo por acá? ¿Por qué nadie te cuida en casa, te abriga en una cama y besa en la frente para que te duermas?”, pensaba yo. No tengo idea qué habrá pensado él, pero sentí que estaba a punto de llorar.
–Tomatelás –dije seco finalmente y vi como después de un instante salió caminando despacio con la mano todavía en el bolsillo.
Me incorporé luego de comprobar que se había alejado unos metros y volví a recorrer todo el ambiente del andén dormido. El viejo seguía envuelto a unos metros, la humedad fermentaba la mugre y todo moría un poco. ¿Cuántas veces habrá escuchado la misma amenaza el pibe? ¿Cuántas veces más la habrá dicho? ¿Cuántas habrá dado resultado? ¿La habrá cumplido alguna vez? ¿La cumplirá? Mientras tanto él seguía caminando por el andén y yo esperaba mi micro. Tal vez otra vez volvamos a encontrarnos y charlemos lo que hoy no pudimos.
las historias que son o se narran tan bien como si fuesen verdaderas son mis favoritas... el escritor termina siendo una mezcla de cronista, maestro (en las cconclusiones),terapeuta(en las preguntas que surgen) y medio, un canal, que te permite experimentar cosas que quizás nunca te ocurran...
ResponderEliminarFelicitaciones. Evidentemente muy bueno el ejercicio de los 3000 caracteres. Me alegra leerte producir otra vez. Te extrañábamos.
ResponderEliminarJosé