Parte 1 de 3
Lo difícil fue el primer disparo. El gatillo parecía pesar una tonelada y el pulso empezó a bailar como si el arma fuera un palillo de tamborilero en día de feria. Cuando el primer impacto lanzó al otro al piso, la pistola se volvió más liviana y los nervios volvieron a su lugar. Sólo tuvo que estirar el brazo y descargar los restantes catorce tiros sobre el cuerpo vacilante. El olor oxidoso de la sangre mezclado con la pólvora le produjo una excitación completa, estaba feliz.
Inspiró profundamente por la nariz y expiró por la boca. Cerró los ojos y estuvo unos minutos relajándose como en la clase de Yoga. El charco fue acercándose a sus pies, una mancha devorándose la alfombra.
Unos minutos después volvió a abrir los ojos y se inclinó despacio a recoger los casquillos de las balas. Ya se habían enfriado y disfrutó de la sensación que los bordes filosos de los extremos que habían sostenido las balas producían en su piel. Contó los envases de metal, eran catorce. Caminó de espaldas para observar si dejaba alguna huella y se dio vuelta dos metros más allá. Colocó el arma en la mesa y alineó los casquillos, vocablos descargados en la piel del otro. Dos líneas con cinco y una con cuatro. Con una precisión profesional desarmó la pistola y observó la cámara, nada. Retiró el cargador ya vacío y dejó todo nuevamente sobre la mesa.
Ahora el reloj corría y debía apurarse para salir a tiempo de la casa. Restaba subir al auto y cruzar dos controles antes de estar completamente a salvo, pero no quería pensar en eso ahora. Debía mantener la mente enfocada para cumplir efectivamente su misión.
Se acercó nuevamente al cuerpo y lo recorrió minuciosamente con la mirada, se arrodilló y miró debajo de los muebles. Nada.
Su teléfono celular se encendió: ‘Hit the road Jack and don’t you come back no more, no more, no more, no more.’ No prestó atención al sonido conocido y continuó su búsqueda. Percibió el cambio en su propia respiración que se aceleraba y cerró los ojos repitiendo cada paso de la escena. Había empujado la puerta con el arma en la mano, se había girado después para poner llave a la misma. Tres pasos hasta el living, la seña de silencio, el tiro al vientre, caída de espaldas, tres tiros más mientras se acerca, son cuatro y pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, click, son los once restantes y la traba del último tiro.
“Mierda, fueron quince”, pensó. Volvió a mirar la mesa y los catorce casquillos. Un pájaro cantó en el patio y escuchó un auto pasar por la calle. Se tiró nuevamente al piso y recorrió el cuerpo desde distintos ángulos. Se incorporó y corrió al arma, guardó todo en la mochila y corrió la mesa unos centímetros con la esperanza puesta en una sujeción accidental. Movió el sillón, la otra mesa, dio vuelta los almohadones.
Otra vez frente al cuerpo, sintió la gota que le caía de la frente al suelo. Primer error en diez años impecables. Las perspectivas no podían ser buenas.
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