Parte 1 de 3
Lo difícil fue el primer disparo. El gatillo parecía pesar una tonelada y el pulso empezó a bailar como si el arma fuera un palillo de tamborilero en día de feria. Cuando el primer impacto lanzó al otro al piso, la pistola se volvió más liviana y los nervios volvieron a su lugar. Sólo tuvo que estirar el brazo y descargar los restantes catorce tiros sobre el cuerpo vacilante. El olor oxidoso de la sangre mezclado con la pólvora le produjo una excitación completa, estaba feliz.
Inspiró profundamente por la nariz y expiró por la boca. Cerró los ojos y estuvo unos minutos relajándose como en la clase de Yoga. El charco fue acercándose a sus pies, una mancha devorándose la alfombra.
Unos minutos después volvió a abrir los ojos y se inclinó despacio a recoger los casquillos de las balas. Ya se habían enfriado y disfrutó de la sensación que los bordes filosos de los extremos que habían sostenido las balas producían en su piel. Contó los envases de metal, eran catorce. Caminó de espaldas para observar si dejaba alguna huella y se dio vuelta dos metros más allá. Colocó el arma en la mesa y alineó los casquillos, vocablos descargados en la piel del otro. Dos líneas con cinco y una con cuatro. Con una precisión profesional desarmó la pistola y observó la cámara, nada. Retiró el cargador ya vacío y dejó todo nuevamente sobre la mesa.
Ahora el reloj corría y debía apurarse para salir a tiempo de la casa. Restaba subir al auto y cruzar dos controles antes de estar completamente a salvo, pero no quería pensar en eso ahora. Debía mantener la mente enfocada para cumplir efectivamente su misión.
Se acercó nuevamente al cuerpo y lo recorrió minuciosamente con la mirada, se arrodilló y miró debajo de los muebles. Nada.
Su teléfono celular se encendió: ‘Hit the road Jack and don’t you come back no more, no more, no more, no more.’ No prestó atención al sonido conocido y continuó su búsqueda. Percibió el cambio en su propia respiración que se aceleraba y cerró los ojos repitiendo cada paso de la escena. Había empujado la puerta con el arma en la mano, se había girado después para poner llave a la misma. Tres pasos hasta el living, la seña de silencio, el tiro al vientre, caída de espaldas, tres tiros más mientras se acerca, son cuatro y pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, pam, click, son los once restantes y la traba del último tiro.
“Mierda, fueron quince”, pensó. Volvió a mirar la mesa y los catorce casquillos. Un pájaro cantó en el patio y escuchó un auto pasar por la calle. Se tiró nuevamente al piso y recorrió el cuerpo desde distintos ángulos. Se incorporó y corrió al arma, guardó todo en la mochila y corrió la mesa unos centímetros con la esperanza puesta en una sujeción accidental. Movió el sillón, la otra mesa, dio vuelta los almohadones.
Otra vez frente al cuerpo, sintió la gota que le caía de la frente al suelo. Primer error en diez años impecables. Las perspectivas no podían ser buenas.
miércoles, 31 de marzo de 2010
martes, 30 de marzo de 2010
3000 caracteres 6
Digo mi discurso de nuevo. Me presento y miro a todos los presentes, los pongo en perspectiva de las actividades del día y de lo que nosotros haremos como observadores y evaluadores. Hago los chistes de rutina, provoco la risa de algunos y fluye un poco más de energía.
Ahora paso a las instrucciones, doy los tiempos para el trabajo y la gente se aboca a la lectura del caso que deberán resolver. Me siento en una silla, alejado un metro de un extremo de la mesa y dibujo mi tabla con los postulantes: Laura en una esquina, Juan Carlos a su izquierda y Pedro a la derecha, más acá Julieta y del otro lado Agustina. Uso un mapa gráfico ya que para mí todas las posiciones son relativas unas con otras. Entiendo el lugar que uno ocupó por comparación con los demás.
Todos leen compenetrados y el aire podría cortarse con un cuchillo. Ya no me importa esa tensión, me volví insensible y, si bien comprendo los nervios de los otros, para mí es parte de una rutina aprendida y eficaz.
En el cielo cruza un avión y los autos corren por la autopista. Una vibración permanente mece la habitación luminosa. ¿Dónde estás? ‘I don’t wanna lose your love tonight’. Bajo la mano hasta el café que dejé en el piso y sorbo un poco; es un brebaje horrible, pero no puedo evitar tomarlo para intentar aceitar los engranajes de mi cabeza. ‘Oh, oh, oh... I don’t wanna lose your love tonight.’
Agustina empieza a hablar buscando dejar claro que terminó de leer antes que nadie: “Habla primera”, coloco en su casillero. Los demás se mueven ansiosos y Juan Carlos hace una seña porque todavía le faltan unos párrafos. Julieta saca una hoja de la pila en medio de la mesa, la dobla a la mitad y comienza a escribir de manera incontenible.
Bebo otro poco de café y miro mi hoja. Anoto la fecha en el extremo superior de la misma y dejo el vaso de plástico de nuevo en el piso. Los otros evaluadores hablan en un rincón y se ríen, uno de ellos escribe en su laptop como si se le fuera la vida en esa acción.
–Me parece que lo mejor opción es la cuarta… no sé que piensan ustedes –arriesga Juan Carlos que por fin levanta la cara del papel. Pedro me mira perdido y yo esquivo sus ojos escapando hacia la ventana. Una bandada de pájaros cruza y desaparece hacia abajo.
‘Josie’s on a vacation far away.’ En la otra mesa todos parecen enfrascados en una lectura que supera sus capacidades y a la mirada de otro evaluador que no sabe qué hacer sonrío y hago una seña como para que siga atento a los movimientos del grupo.
En mi mesa la discusión se lanza aunque un primer acuerdo llega rápidamente. Un acuerdo que deberá validarse o destruirse en unos minutos más. Juan Carlos: “Insiste con su idea, no negocia.” Julieta: “Escucha las opciones que plantean los otros y suma.” Laura: “Intenta liderar, pero algo no cierra.” ‘I just wanna use your love tonight.’ Agustina: “No para de hablar, ¿escucha?” Pedro: “Este pibe está pasándola mal.”
Mis anotaciones fluyen mientras recorro el dibujo que representan las personas en el papel. Voy llenando casilleros casi sin pensar y me convierto en una especie de registrador automático. Palabras y símbolos van superponiéndose y completándose como una pintura que va creciendo.
Dejo la birome a un costado y miro el cronómetro. Faltan unos minutos hasta que se termine el tiempo y ya sé quiénes son los candidatos con mejores oportunidades de éxito. Observo ahora a los otros evaluadores para verificar mis propias apreciaciones, leo en sus caras sus preferencias y tengo claro lo que vendrá.
Sonrío y doy por terminado mi trabajo, en automático hablo, concluyo y entrevisto. Las horas pasan y otro día brillante acaba. Algunos pibes festejarán la posibilidad ganada y otros llorarán la frustración en sus casas. ‘Oh, oh, oh… I don’t wanna lose your love tonight.’
Ahora paso a las instrucciones, doy los tiempos para el trabajo y la gente se aboca a la lectura del caso que deberán resolver. Me siento en una silla, alejado un metro de un extremo de la mesa y dibujo mi tabla con los postulantes: Laura en una esquina, Juan Carlos a su izquierda y Pedro a la derecha, más acá Julieta y del otro lado Agustina. Uso un mapa gráfico ya que para mí todas las posiciones son relativas unas con otras. Entiendo el lugar que uno ocupó por comparación con los demás.
Todos leen compenetrados y el aire podría cortarse con un cuchillo. Ya no me importa esa tensión, me volví insensible y, si bien comprendo los nervios de los otros, para mí es parte de una rutina aprendida y eficaz.
En el cielo cruza un avión y los autos corren por la autopista. Una vibración permanente mece la habitación luminosa. ¿Dónde estás? ‘I don’t wanna lose your love tonight’. Bajo la mano hasta el café que dejé en el piso y sorbo un poco; es un brebaje horrible, pero no puedo evitar tomarlo para intentar aceitar los engranajes de mi cabeza. ‘Oh, oh, oh... I don’t wanna lose your love tonight.’
Agustina empieza a hablar buscando dejar claro que terminó de leer antes que nadie: “Habla primera”, coloco en su casillero. Los demás se mueven ansiosos y Juan Carlos hace una seña porque todavía le faltan unos párrafos. Julieta saca una hoja de la pila en medio de la mesa, la dobla a la mitad y comienza a escribir de manera incontenible.
Bebo otro poco de café y miro mi hoja. Anoto la fecha en el extremo superior de la misma y dejo el vaso de plástico de nuevo en el piso. Los otros evaluadores hablan en un rincón y se ríen, uno de ellos escribe en su laptop como si se le fuera la vida en esa acción.
–Me parece que lo mejor opción es la cuarta… no sé que piensan ustedes –arriesga Juan Carlos que por fin levanta la cara del papel. Pedro me mira perdido y yo esquivo sus ojos escapando hacia la ventana. Una bandada de pájaros cruza y desaparece hacia abajo.
‘Josie’s on a vacation far away.’ En la otra mesa todos parecen enfrascados en una lectura que supera sus capacidades y a la mirada de otro evaluador que no sabe qué hacer sonrío y hago una seña como para que siga atento a los movimientos del grupo.
En mi mesa la discusión se lanza aunque un primer acuerdo llega rápidamente. Un acuerdo que deberá validarse o destruirse en unos minutos más. Juan Carlos: “Insiste con su idea, no negocia.” Julieta: “Escucha las opciones que plantean los otros y suma.” Laura: “Intenta liderar, pero algo no cierra.” ‘I just wanna use your love tonight.’ Agustina: “No para de hablar, ¿escucha?” Pedro: “Este pibe está pasándola mal.”
Mis anotaciones fluyen mientras recorro el dibujo que representan las personas en el papel. Voy llenando casilleros casi sin pensar y me convierto en una especie de registrador automático. Palabras y símbolos van superponiéndose y completándose como una pintura que va creciendo.
Dejo la birome a un costado y miro el cronómetro. Faltan unos minutos hasta que se termine el tiempo y ya sé quiénes son los candidatos con mejores oportunidades de éxito. Observo ahora a los otros evaluadores para verificar mis propias apreciaciones, leo en sus caras sus preferencias y tengo claro lo que vendrá.
Sonrío y doy por terminado mi trabajo, en automático hablo, concluyo y entrevisto. Las horas pasan y otro día brillante acaba. Algunos pibes festejarán la posibilidad ganada y otros llorarán la frustración en sus casas. ‘Oh, oh, oh… I don’t wanna lose your love tonight.’
domingo, 28 de marzo de 2010
3000 caracteres 5
La otra noche tuve que esperar en Retiro casi dos horas para poder tomar un micro que me dejara en Rosario. En el andén, con dos bolsos y escuchando música por el celular, veía pasar a la gente que habita esta terminal en las madrugadas. A pocos metros, dormía un viejo envuelto en una gabardina raída, parejas caminaban arrastrando valijas, el piso sucio y los ceniceros despedían uno olor a tristeza que sólo completaban las caras somnolientas de los demás transeúntes entre mendigos, pasajeros y choferes.
En un momento, mientras luchaba por no quedarme dormido, se acercó un niño de entre 8 y 10 años. Nunca escucho música en volumen alto con los auriculares ya que siempre prefiero mantener el contacto con lo que me rodea y que el sonido ambiente pueda llegarme por sobre la música. El niño me hizo señas para que me saque los auriculares y así lo hice.
–Dame un billete que tengo hambre –me dijo mientras miraba para otro lado y daba pequeños saltitos nerviosos.
–No tengo nada más que este pasaje –le dije mostrándole el papel que tenía en la mano sobre el bolso que guardaba mi computadora y en un bolsillo la billetera con cerca de doscientos pesos.
Entonces lo miré un poco más. Tenía el pelo corto y una mochila tipo marinera colgada en los hombros. Hablaba serio y endurecido, como intentando estar enojado con algo más allá de mí.
Insistió: –Dame un billete, loco. Dale.
–No tengo nada –mentí una vez más y lo miré a los ojos esperando su mirada. Había algo melancólico en él, como si hubiera visto demasiado para su edad, como si hubiera estado viendo otra cosa en ese preciso momento.
–Te juro que si no me das un billete te corto el cuello –masculló apretando los labios mientras metía una mano en el bolsillo de la campera raída–. Dame un billete.
Evalué algunas opciones. Yo estaba sentado y podía levantar una pierna y empujarlo con la planta del pie para que caiga de espaldas en el piso. Debía pesar, a lo sumo, unos 30 kilos, mucho menos de la mitad de mi peso y sus ojos vidriosos me indicaban que no estaba ni bien comido ni bien dormido y seguramente algo intoxicado. Volví a observarlo un segundo después de ese primer reflejo de defensa: era un pibe, como lo fue mi sobrino y será mi hijo en pocos años más, estaba desesperado por amedrentarme y yo sólo podía llevar mis ojos a los suyos como una pregunta. No hablamos más por pocos segundos.
–Dale, loco –dijo y miró para la izquierda. Me dí cuenta que no estaba más ahí, que ya se había ido a otro lado.
Los dos sostuvimos unos segundos enormes de silencio y de preguntas. “¿Qué querés chiquito? ¿Qué hacés a esta hora solo por acá? ¿Por qué nadie te cuida en casa, te abriga en una cama y besa en la frente para que te duermas?”, pensaba yo. No tengo idea qué habrá pensado él, pero sentí que estaba a punto de llorar.
–Tomatelás –dije seco finalmente y vi como después de un instante salió caminando despacio con la mano todavía en el bolsillo.
Me incorporé luego de comprobar que se había alejado unos metros y volví a recorrer todo el ambiente del andén dormido. El viejo seguía envuelto a unos metros, la humedad fermentaba la mugre y todo moría un poco. ¿Cuántas veces habrá escuchado la misma amenaza el pibe? ¿Cuántas veces más la habrá dicho? ¿Cuántas habrá dado resultado? ¿La habrá cumplido alguna vez? ¿La cumplirá? Mientras tanto él seguía caminando por el andén y yo esperaba mi micro. Tal vez otra vez volvamos a encontrarnos y charlemos lo que hoy no pudimos.
En un momento, mientras luchaba por no quedarme dormido, se acercó un niño de entre 8 y 10 años. Nunca escucho música en volumen alto con los auriculares ya que siempre prefiero mantener el contacto con lo que me rodea y que el sonido ambiente pueda llegarme por sobre la música. El niño me hizo señas para que me saque los auriculares y así lo hice.
–Dame un billete que tengo hambre –me dijo mientras miraba para otro lado y daba pequeños saltitos nerviosos.
–No tengo nada más que este pasaje –le dije mostrándole el papel que tenía en la mano sobre el bolso que guardaba mi computadora y en un bolsillo la billetera con cerca de doscientos pesos.
Entonces lo miré un poco más. Tenía el pelo corto y una mochila tipo marinera colgada en los hombros. Hablaba serio y endurecido, como intentando estar enojado con algo más allá de mí.
Insistió: –Dame un billete, loco. Dale.
–No tengo nada –mentí una vez más y lo miré a los ojos esperando su mirada. Había algo melancólico en él, como si hubiera visto demasiado para su edad, como si hubiera estado viendo otra cosa en ese preciso momento.
–Te juro que si no me das un billete te corto el cuello –masculló apretando los labios mientras metía una mano en el bolsillo de la campera raída–. Dame un billete.
Evalué algunas opciones. Yo estaba sentado y podía levantar una pierna y empujarlo con la planta del pie para que caiga de espaldas en el piso. Debía pesar, a lo sumo, unos 30 kilos, mucho menos de la mitad de mi peso y sus ojos vidriosos me indicaban que no estaba ni bien comido ni bien dormido y seguramente algo intoxicado. Volví a observarlo un segundo después de ese primer reflejo de defensa: era un pibe, como lo fue mi sobrino y será mi hijo en pocos años más, estaba desesperado por amedrentarme y yo sólo podía llevar mis ojos a los suyos como una pregunta. No hablamos más por pocos segundos.
–Dale, loco –dijo y miró para la izquierda. Me dí cuenta que no estaba más ahí, que ya se había ido a otro lado.
Los dos sostuvimos unos segundos enormes de silencio y de preguntas. “¿Qué querés chiquito? ¿Qué hacés a esta hora solo por acá? ¿Por qué nadie te cuida en casa, te abriga en una cama y besa en la frente para que te duermas?”, pensaba yo. No tengo idea qué habrá pensado él, pero sentí que estaba a punto de llorar.
–Tomatelás –dije seco finalmente y vi como después de un instante salió caminando despacio con la mano todavía en el bolsillo.
Me incorporé luego de comprobar que se había alejado unos metros y volví a recorrer todo el ambiente del andén dormido. El viejo seguía envuelto a unos metros, la humedad fermentaba la mugre y todo moría un poco. ¿Cuántas veces habrá escuchado la misma amenaza el pibe? ¿Cuántas veces más la habrá dicho? ¿Cuántas habrá dado resultado? ¿La habrá cumplido alguna vez? ¿La cumplirá? Mientras tanto él seguía caminando por el andén y yo esperaba mi micro. Tal vez otra vez volvamos a encontrarnos y charlemos lo que hoy no pudimos.
miércoles, 24 de marzo de 2010
3000 caracteres 2
Que fluya, que fluya. No hay que creerle tanto al cansancio, porque puede ser síntoma de otras cosas, como tedio o miedo. Mejor probar haciendo y si la fuerza flaquea, entonces decidir –o entender– que es realmente agotamiento y mejor dejar las cosas para otro momento.
En el taller de ayer, Alejandro insistía en que la exigencia esté puesta en la cantidad y no en la calidad, para intentar dominar la herramienta de escribir y volvernos escritores, sin importar género o temática, la idea es simplemente transformarnos a nosotros mismos en la relación con el texto, pero no desde la postura del que lee o estudia uno, sino desde quien lo produce con todo el vértigo que eso implica.
Hoy caminé por un barrio privado de árboles hermosos, canales y mucho cielo. Increíble lo que logra el dinero con visión y constancia. No me jodan con que la plata es mala por definición. Se hace mucho por dinero, se escriben buenas cosas por metálico, sin ir más lejos y en referencia a la necesidad de escribir, también es necesario comer.
Me encantaría saber por qué de sólo caminar por un lugar tan bello me sentía culpable, como si ese momento de placer inocente debería tener una contraparte de sufrimiento que todavía no he pagado o deberé pagar más adelante. Lo mismo me pasa cuando me siento a escribir, esquivo el placer de hacerlo, me oculto y lo enfrento sólo cuando es inevitable, cuando no queda más remedio que sucumbir a su encanto o perecer en la nada. Nefasta postura para avanzar con el deseo.
Vuelvo a pensar en la novela, en las miles de palabras que la pueblan y en cómo me tortura pensar que las ideas que allí coloco, las que desarrollan los personajes o toda la trama no sean dignas de mis lectores. Tres escritores aficionados que se lanzan al descubrimiento de ellos mismos a partir de los textos, se organizan en un taller improvisado que se reúne en un café y ven como sus relatos, sus historias y sus vidas se van entrelazando en el presente y con el pasado. Una mujer irrumpe para desbandar el enjambre que fue anudando a los tres. Los pincha, los motiva, los insulta, los ama, uno por uno. Sofía los va transformando y los enfrenta consigo mismos y entre ellos.
Ella también traerá del pasado la situación inicial que es el fin mismo de la búsqueda de los personajes. Diego, Jacobo y Santiago, van a encontrar por fin el nudo que moviliza todas sus producciones, desde lo disímiles y entrecortadas. En paralelo, los relatos que ellos mismos irán volcando a la relación y al desarrollo de este pseudo taller van a ir evolucionando con la historia, para complicar a los personajes, ilustrarlos y traer al mundo de los otros sus miedos más íntimos y sus partes lúdicas.
En un invierno porteño que busca llenarse de luz, la historia se desarrolla entre calles y cafés, bares y taxis.
La metáfora central será el cajón de medias, un baúl donde los tres compartirán los “calcetines”, como partes de sí mismos que están en busca de otras medias o mitades. El texto comienza con una cita de Libro de Manuel, de Julio Cortázar: “Los hechos tienden a ocurrir vestidos de palabras.”
En el taller de ayer, Alejandro insistía en que la exigencia esté puesta en la cantidad y no en la calidad, para intentar dominar la herramienta de escribir y volvernos escritores, sin importar género o temática, la idea es simplemente transformarnos a nosotros mismos en la relación con el texto, pero no desde la postura del que lee o estudia uno, sino desde quien lo produce con todo el vértigo que eso implica.
Hoy caminé por un barrio privado de árboles hermosos, canales y mucho cielo. Increíble lo que logra el dinero con visión y constancia. No me jodan con que la plata es mala por definición. Se hace mucho por dinero, se escriben buenas cosas por metálico, sin ir más lejos y en referencia a la necesidad de escribir, también es necesario comer.
Me encantaría saber por qué de sólo caminar por un lugar tan bello me sentía culpable, como si ese momento de placer inocente debería tener una contraparte de sufrimiento que todavía no he pagado o deberé pagar más adelante. Lo mismo me pasa cuando me siento a escribir, esquivo el placer de hacerlo, me oculto y lo enfrento sólo cuando es inevitable, cuando no queda más remedio que sucumbir a su encanto o perecer en la nada. Nefasta postura para avanzar con el deseo.
Vuelvo a pensar en la novela, en las miles de palabras que la pueblan y en cómo me tortura pensar que las ideas que allí coloco, las que desarrollan los personajes o toda la trama no sean dignas de mis lectores. Tres escritores aficionados que se lanzan al descubrimiento de ellos mismos a partir de los textos, se organizan en un taller improvisado que se reúne en un café y ven como sus relatos, sus historias y sus vidas se van entrelazando en el presente y con el pasado. Una mujer irrumpe para desbandar el enjambre que fue anudando a los tres. Los pincha, los motiva, los insulta, los ama, uno por uno. Sofía los va transformando y los enfrenta consigo mismos y entre ellos.
Ella también traerá del pasado la situación inicial que es el fin mismo de la búsqueda de los personajes. Diego, Jacobo y Santiago, van a encontrar por fin el nudo que moviliza todas sus producciones, desde lo disímiles y entrecortadas. En paralelo, los relatos que ellos mismos irán volcando a la relación y al desarrollo de este pseudo taller van a ir evolucionando con la historia, para complicar a los personajes, ilustrarlos y traer al mundo de los otros sus miedos más íntimos y sus partes lúdicas.
En un invierno porteño que busca llenarse de luz, la historia se desarrolla entre calles y cafés, bares y taxis.
La metáfora central será el cajón de medias, un baúl donde los tres compartirán los “calcetines”, como partes de sí mismos que están en busca de otras medias o mitades. El texto comienza con una cita de Libro de Manuel, de Julio Cortázar: “Los hechos tienden a ocurrir vestidos de palabras.”
martes, 23 de marzo de 2010
3000 caracteres
Ahora tengo que escribirlos, con esta urgencia. Después habrá tiempo para comer, bañarme, revisar mails y otras cosas. Ahora, con el impulso del taller recién finalizado, con la angustia en la piel de la falta de palabras. Con el intento fallido de generar cierta imagen en los demás, allí voy con mi cuota diaria. No tengo altas pretensiones de esto, pero quiero antes de las 12 llegar a mi número diario de caracteres.
Ordenaditos unos detrás de los otros, como si en esa forma pudieran ocultar la locura que los aglutina, mis sentidos se amuchan con intensidad. Me dejó molesto las referencias de algunos participantes, la falta de sentido del humor es una marca que me coloca fuera y me descoloca a mí. Alejandro es agresivo, pero su violencia tiene un sentido. Es violento pensar en escribir, decir que uno quiere mover las cosas y pretende hacerlo desde el estarse quieto una vez más en la comodidad de la propia neurosis.
Escribir es moverse, abandonarse, dejarse fluir un poco o es una mierda que no tiene el más mínimo valor para nadie. La función de esta escritura tiene que ver con poder dejar salir lo que está dentro de manera compleja y enmarañada. Dejarlo enchastrarse de tinta o de diminutos píxeles titilantes e ir construyendo mientras se piensa, mientras se escribe, mientras se escarba en la tierra con un palito para dibujar las letras huecas que tanto sostienen.
Me canso de mi propia tendencia a no poner nada intentando poner tanto. Quiero descansar de mí, de mi propia forma. Será momento de empezar algo, un poco, un atisbo.
Aquí voy un poco más de la mitad del objetivo y se podrá comprobar que nada sale en limpio. No importa. Voy a empezar este espacio con el intento de cumplir la cantidad y nada más. Mañana esbozaré la historia de mi novela, su intento de trama (o tal vez pasado mañana); luego ordenaré mis intentos de comprender ciertas cosas. Volveré al objetivo primero de un blog, un log, una bitácora. Esto es un maldito diario de impresiones.
¿Por qué la mirada afuera? ¿A quién le importa? Efectivamente a mí me importa tanto eso que no puedo empezar a escribir sin ponerlo en el frente, sin anunciarlo y explicarlo. Ciertamente, no puedo estar acá, enfrentando el momento más íntimo sin sentir que hay alguien del otro lado, unos ojos enormes que todo lo escrutan.
Catártico, espasmódico, asintótico, palabras esdrújulas que nada aportan, que poco suman, que bien esconden. Se pueden llenar 3000 caracteres sin decir nada. Sí, sí, ¿cómo no? Es simplemente dejar que salga lo que siempre sale o empezar a probar a ver si aparece algo nuevo.
Hoy están los primeros tres mil en el blog, que se renueva como un diario de viaje. A los que se animen a subir, bienvenidos. No hay promesas de ningún tipo, vamos sin mapa por el momento. Si encontramos algo interesante más adelante, ahí veremos si hace falta planificar algo, generar nuevas propuestas, hacer de esos punteos que tanto nos gustan. Por ahora es eso, ya llegan los últimos tipos, son pocos más y los finales 2.
Ordenaditos unos detrás de los otros, como si en esa forma pudieran ocultar la locura que los aglutina, mis sentidos se amuchan con intensidad. Me dejó molesto las referencias de algunos participantes, la falta de sentido del humor es una marca que me coloca fuera y me descoloca a mí. Alejandro es agresivo, pero su violencia tiene un sentido. Es violento pensar en escribir, decir que uno quiere mover las cosas y pretende hacerlo desde el estarse quieto una vez más en la comodidad de la propia neurosis.
Escribir es moverse, abandonarse, dejarse fluir un poco o es una mierda que no tiene el más mínimo valor para nadie. La función de esta escritura tiene que ver con poder dejar salir lo que está dentro de manera compleja y enmarañada. Dejarlo enchastrarse de tinta o de diminutos píxeles titilantes e ir construyendo mientras se piensa, mientras se escribe, mientras se escarba en la tierra con un palito para dibujar las letras huecas que tanto sostienen.
Me canso de mi propia tendencia a no poner nada intentando poner tanto. Quiero descansar de mí, de mi propia forma. Será momento de empezar algo, un poco, un atisbo.
Aquí voy un poco más de la mitad del objetivo y se podrá comprobar que nada sale en limpio. No importa. Voy a empezar este espacio con el intento de cumplir la cantidad y nada más. Mañana esbozaré la historia de mi novela, su intento de trama (o tal vez pasado mañana); luego ordenaré mis intentos de comprender ciertas cosas. Volveré al objetivo primero de un blog, un log, una bitácora. Esto es un maldito diario de impresiones.
¿Por qué la mirada afuera? ¿A quién le importa? Efectivamente a mí me importa tanto eso que no puedo empezar a escribir sin ponerlo en el frente, sin anunciarlo y explicarlo. Ciertamente, no puedo estar acá, enfrentando el momento más íntimo sin sentir que hay alguien del otro lado, unos ojos enormes que todo lo escrutan.
Catártico, espasmódico, asintótico, palabras esdrújulas que nada aportan, que poco suman, que bien esconden. Se pueden llenar 3000 caracteres sin decir nada. Sí, sí, ¿cómo no? Es simplemente dejar que salga lo que siempre sale o empezar a probar a ver si aparece algo nuevo.
Hoy están los primeros tres mil en el blog, que se renueva como un diario de viaje. A los que se animen a subir, bienvenidos. No hay promesas de ningún tipo, vamos sin mapa por el momento. Si encontramos algo interesante más adelante, ahí veremos si hace falta planificar algo, generar nuevas propuestas, hacer de esos punteos que tanto nos gustan. Por ahora es eso, ya llegan los últimos tipos, son pocos más y los finales 2.
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