miércoles, 4 de agosto de 2010

Novela - Capítulo 10

No pregunten si vendrá lo que sigue o lo que antecede. A capítulo regalado...
Forma parte de la novela en elaboración. Un regalo de miércoles, realmente.



10
Veintitrés años después Jacobo escribió en su diario.

21 de julio de 2001 (Sábado)
Carla
Nos encontramos en una librería. Yo caminaba entre las mesas, desvencijadas por años de cargar con tantas ideas pesadas, cuando la vi parada frente a los estantes de sociología y comunicación, acariciaba los lomos de Barthes, Bourdieu y Derridá, como quien se persigna ante un relicario. Me sorprendió su postura, cierta tensión que atravesaba su espalda y esa vibración que transmitía por debajo de un atuendo de perfecta estudiante universitaria, casi adolescente y casi adulta. Llevaba unos jeans ajustados, una camisa suelta arrugada y un bolso cruzado, hecho de hilos trenzados con figuras de origen nativo, seguramente de algún pueblo empobrecido y sucio del Norte. El pelo le caía a un lado como una columna labrada de brillos y aromas, mientras se inclinaba para leer los autores y títulos de los libros ordenados en el estante. Esta postura desnudaba un lado de su cuello rosado, la insinuación de una piel sensible a la que el sol nunca broncearía. Por esas coincidencias que me gusta respetar, formas de encuentro que me permito indagar, hice punctum en esa piel, esa postura, en honor a Barthes que en ese momento recibía las caricias que yo requería.
Me acerqué temeroso, confieso que no estoy habituado a entablar conversación con cualquier persona y mucho menos si me siento atraído como en ese momento, tomé un libro a su espalda y la observé de costado mientras ella leía. Esa cercanía me perturbaba.
–Hay algo en ese libro que es inquietante –dije, sonriendo.
Ella levantó los ojos de la fotografía de Kertész, una reproducción menor de la colección que despliega “La cámara lúcida” que, sin embargo, disparó en mí el espectro-espéculo que no percibiera cuando lo leí por primera vez. Me sentí como un niño perdido en busca de cobijo, balbuceante, necesitado de una mirada mansa y algún contacto. En cierto modo, yo era el niño que quería volver a los ojos de esa mujer, era yo quien pedía a esos ojos de café que me trajeran desde ese fantasma a la protección de su mirada.
–Barthes es inquietante –dijo devolviendo la sonrisa, y cerró el libro lentamente.
–Sí, justamente. Ese libro trae sus propios fantasmas, que se mezclan con los del lector e inquietan. ¿Estudiás Comunicación?
–No, Psicología, pero me gusta la fotografía y me dijeron que tenía que leer este libro.
–Buena recomendación –dije y me detuve en el aire. Alguien había pateado el tablero y yo no sabía que hacer con los escaques vacíos.
–Me llamo Carla –dijo y sólo pude inclinar la cabeza un instante.

Carla escribió en su diario.
22 de julio de 2001
Mi señor extraño
Nos encontramos en una librería y ahora me doy cuenta que no podría haber sido de otra forma. Lo encontré y me encontró. Hablamos de un libro que yo no había leído, pero que quería comprarme. Fueron pocas palabras, pero bastó para que pudiera completar una imagen. Flaco, casi desgarbado, con lentes pequeños clavados dentro de las cejas que ocultaban, pero no tanto, unos ojos algo tristes e inquietos; llevaba un sobretodo raído que debió pertenecer a su padre. Me pareció la receta instantánea para la compasión, aunque sospeché una agudeza incierta de los hombres golpeados y madurados prematuramente. Recuerdo que pensé que estaba haciendo un análisis demasiado salvaje de su aspecto cuando me detuve en sus manos. Las vi suaves y tiernas, lo imaginé sosteniendo una criatura de pocos días y esa imagen transformó sus rasgos. Entonces lo quise.

Después de comprar el libro, Carla caminó dos cuadras por calle Corrientes hasta que Jacobo juntó el coraje necesario para volver a hablarle. Hasta ese momento estuvo caminando en silencio a su lado, mirando la punta de sus zapatos. La detuvo del brazo frente entre un quiosco de diarios y un puesto de artesanías espantosas, hablaba entrecortado: de fotografías, del lenguaje, del amor, de su amor a la literatura, del punctum, hasta que ella lo salvó de su propio desvarío.
–Vamos a tomar un café –propuso Carla, y comenzó a caminar hacia la esquina sin esperar opiniones. Jacobo partió detrás, en silencio pero reconfortado con la actitud firme de ella.
Hablaron mucho y con poco sentido. Se enamoraron en el segundo café, se odiaron al tercero y se reconciliaron luego con cerveza y maní. Después se subieron a un taxi sin rumbo fijo y, como esa avenida los cegaba, tomaron por Alem hacia el Sur. En la Calzada Circular él le acarició los dedos de la mano izquierda mientras miraban el frente de la Casa Rosada. Se besaron por primera vez en el semáforo de Colón y Belgrano. El auto dobló por Independencia y se bajaron en Tacuarí, desde donde caminaron hasta un motel para amarse una vez por turno hasta el amanecer. Ella lloró con su primer orgasmo y él también cuando la sintió, completamente desnuda, abrazándose a su pecho con los ojos cerrados. Él pensó en cómo convertir un momento en eternidad y ella se preguntó quiénes eran ellos dos, perfectos desconocidos, representando la obra más humana de todas.
Él se puso los anteojos y la miró enrollarse en las sábanas como una gata que vuelve de sus andanzas nocturnas. Sonrió, enorme, feliz y agotado, con la melancolía de saber que ese momento había culminado, que nunca habría otra primera vez con ella, que nunca volvería a descubrir esa mancha en su vientre, que esa piel nunca sería inexplorada. Recordó una secuencia de imágenes hasta el presente, la maravilla de descubrirla y descubrirse juntos. Ella lo vio de perfil, sentado en la cama, fumando lentamente y sintió que era otra persona; que el tipo que había conocido ayer ya no estaba.
Salieron despacio después de pagar la cuenta y caminaron hasta calle Venezuela abrazados. Buscaban un taxi que tardaba en aparecer.
–Es increíble todo lo que pasó. Sólo puedo pensar en cuando te vi en la librería –dijo Jacobo en un suspiro.
–No empieces, viejito –replicó Carla sonriendo y él se dio cuenta de que ella era realmente joven.
–¿Qué?
–Que no empieces a reeditar el momento, que no me gusta eso de validar lo que pasó con el recuerdo. Es un modo triste de justificarse… como si fuera necesario.
–Pará… que no es para tanto. Era sólo un comentario.
–No sé, estoy cansada y necesito ir a casa. Hablamos esta noche –El taxi ya había parado, ella se subió de un salto, indicó una dirección al chofer, escribió algo en un papel y lo extendió a Jacobo por la ranura de la ventanilla entreabierta mientras el auto partía. Era una nota ínfima en el medio de una hoja rayada: su nombre, su teléfono y un simbolito adolescente en forma de beso con labios apretados.
Entonces se dio cuenta, mientras la veía partir hacia una casa desconocida, que ese papel que ya guardaba en el bolsillo era la misma validación que él buscaba con el comentario. Si todo hubiera sucedido exactamente igual, pero en el momento final, el de la despedida, ella simplemente lo hubiera besado en la mejilla y huido en el taxi, todo habría culminado entonces y, de alguna manera siempre contradictoria y confusa, la compañía, la pasión, las caricias y el sexo habrían resultado en una soledad aún más desgarrante que la previa al encuentro. Pero no fue así esta vez, tenía el papel, un talismán podía conjurar los fantasmas más temibles por algún tiempo.

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