Diego tendría que haber sido plomero o veterinario, como le decía el
tío Alfonso.
―Te llenás de plata, pibe ―repetía su papá postizo entre mate y mate―.
La gente te llama cuando está en problemas, y vos los sacás del apuro. Te
llenás de plata.
Cuando Diego cursaba preescolar, la madre murió. El padre, lleno de
deudas, generadas por esa enfermedad cruel, se escapó para siempre. Y él, sin
siquiera tener seis años, quedó bajo el cuidado de la abuela. Y el tío Alfonso
se vio en la necesidad de convivir con el sobrino. No compartían muchos
momentos, pero el gordo aquel encontraba la manera de guiarlo en su curiosa
concepción del amor familiar:
―Dale con las pinturitas vos. El arte… el arte. A ver cuánta comida te
compran esos mamarrachos, ¿eh?
Y se quedaba mirando a un Dieguito chiquito, a un insectito chiquito
que apretujaba contra el pecho sus propios dibujos, armando barreras de papel
para contener las lágrimas.
Con el tiempo, Diego aprendió a dibujar y también a confiar en sus
propias habilidades. Dejó de oír tanta cizaña del tío, esos misiles que el
gordo mandaba por debajo de la línea de flotación, o los que llovieron luego en
la adolescencia, cuando él decidió definitivamente su vocación por la pintura.
―No lo molestes a Dieguito, que es un sensible ―le murmuraba Alfonso a la abuela, con cara de cordero
degollado, a la hora de comer. Y era que él, absorto, se pasaba las horas
hojeando las reproducciones amarronadas de la Pinacoteca de los genios. Sus primeros contactos con los clásicos
de la pintura surgieron de esos fascículos. El abuelo los había comprado hasta
su muerte, y Alfonso ―vaya a saber por qué polícroma superstición― continuó con
la tradición de acumular papel pintado en el galponcito del fondo.
Pero no tuvo en cuenta un detalle: para Diego, no se trataba solo de
papel pintado.
Un día el tío partió. Si hubo alguien que no se entristeció con esta
ausencia, fue Diego: liberado de las críticas, pudo expresarse a sus anchas.
La abuela lo acompañó durante el final de la adolescencia y los años de
academia; lo cobijó bajo su ala protectora hasta partir también, dejándole en
herencia una pequeña fortuna y, sobre todo, el piso donde él instalaría el
estudio. La abuela había hecho la vista gorda en los “episodios complicados” de
Diego ―si bien no podía decirse que era su preferido, no había otro pariente a
quien consentir―, y fue su sostén durante el tratamiento ―cuando los “episodios
complicados” se complicaron más de la cuenta― hasta la salida definitiva de la
granja.
Veinte años después de su partida, el tío Alfonso volvió.
Era agosto del 99. Una neblina persistente retrasaba la aparición del
sol. Los porteños debían estar fabricando excusas para permanecer en la cama
unos minutos más. El tío Alfonso, en cambio, fiel al que fuera su estilo,
desafiaba el tornillo con la camisa abierta hasta el ombligo. Caminaba
lentamente por la habitación ―las manos atrás, la boca en una mueca extraña: no
la misma de cordero degollado que usaba antes de partir, sino otra, más
siniestra―. Miraba las telas manchadas. Las miraba con asco. Y dijo, con no
menos asco:
―¿Así que estuviste todos estos años en… en esto?
―Hola… ¿no? ―replicó Diego―. Buen día, sobrino. O algo así, ¿no? Para
empezar, ¿no? ―Se levantó después de desengancharse las sábanas. Temblaba.
Acaso más por la bronca que por el frío. O por el miedo: estaba cagado en las
patas de verlo aparecer al otro, al tiíto del alma. No era buena señal. Ninguna
buena señal que cayera de visita. Y así, y después de tanto tiempo.
Diego intentó no prestarle atención al indeseable y dejó que Alfonso se
moviera a sus anchas por el estudio. Al ignorarlo, tenía la ilusión de que aquel
gordo pedorro decidiera marcharse como había llegado. Él debía retomar el
trabajo: el compromiso de una exposición en cinco semanas lo apremiaba.
Se lavó la cara en la pileta de la cocina, prendió un cigarrillo y se
sentó a sacarles punta a los lápices con el cutter: un ritual de inicio que
muchas veces ayudaba a la inspiración. A sus espaldas, Alfonso disparó un
amable comentario sobre el desorden, y Diego se estremeció. La hoja de acero partió
el lápiz y abrió un tajo profundo en la yema del índice de la mano izquierda.
Pero Diego no sintió nada.
Un segundo después, desde el surco que interrumpía los pliegues de la
huella dactilar y se hundía en la carne, salió un líquido liviano: con un cosquilleo
borboteó alegre la sangre.
―Siempre fuiste medio torpe vos. ―El tío miraba desde el otro lado de
la mesa.
Diego no levantó los ojos de la herida: ¿para qué responderle a un
aparecido?
Las gotas se acumulaban, formando un charco sobre el papel. Un ritmo de
tambores acompañaba el goteo. ¿Podía la sangre golpear con tanta fuerza al
caer? ¿O era él quien se aturdía con los latidos de su propio corazón? Acaso el
tío Alfonso se hacía el gracioso, golpeando el piso al compás del goteo. Cuando
el flujo se detuvo ―una lágrima aburrida de su propio llanto―, los tambores
cesaron.
Diego se ató el dedo con un trapo y volvió a observar la mancha roja
que ocupaba el centro de la lámina. El óvalo perdió brillo, y fue pasando del
carmín inicial a un marrón cada vez más oscuro.
El tío también miraba. O se había esfumado, quién sabe. Hipnotizado,
Diego seguía la metamorfosis de su propia sangre. Se formó una costra, un bulto
quebradizo. El bulto se arqueó en los extremos y se separó de la superficie con
un chasquido. Por un lado y por debajo de ese rojizo arco, se extendieron
diminutas antenas y patas. Después de un brevísimo temblor, nacía una
cucaracha.
La cucaracha corrió hasta un extremo de la mesa, y sin vacilar saltó al
suelo y desapareció en la oscuridad bajo la mesada. En la hoja sobre el tablero
quedaba un sello críptico: los vestigios rosados del parto del bicho.
Diego no quería pensar. ¿Volver a esto de nuevo, con tantas cosas por
hacer?
Por favor, Dios mío, por
favor. Otra vez no.
Oyó al tío silbar en el baño.
Cazar de una las pastillas del botiquín, pensó. O mejor volver al
trabajo. Sabía que bajo el efecto de las pastillas no podría pintar. Pintar sí
ayudaba.
―¡Un trabajo de verdad! ―gritó el gordo infame desde el baño―. Eso es
lo que necesitás. Con estas boludeces te ponés más raro todavía. A ver: nombrame
a un artista que sea un tipo normal…
¡a ver!
Por qué no podía callarse ese gordo hijo de puta. Las mismas palabras
de siempre retumbando en la cabeza de Diego.
Aplacó el temblor restregándose las manos. Pintar, pintar y no pensar
en el tío.
Ni en la cucaracha.
La tarde voló en un frenesí de telas, caballetes y bocetos.
―¿Vos no morfás, pibe? ―Alfonso se rascaba la panza y miraba la calle de árboles desnudos, al otro lado del
ventanal.
Diego había perdido la noción del tiempo. Era de noche. ¿Qué hora?
Después de las doce, seguro.
Dejó a un costado el dibujo. Supo que más tarde lo descartaría
definitivamente. Y corrió escaleras abajo hasta la calle.
Por Santa Fe, un colectivo pasó bramando. A esa hora, no seguía abierto
más que el quiosco de la esquina. Caminó apurado, tembloroso: no había tenido
en cuenta el abrigo, y hacía un frío de película. Se acordó de El resplandor.
Compró unas Don Satur saladas
y sacó un café de la máquina. Cuando volvió a subir al estudio, apenas le
quedaban algunas migajas del paquete.
El sueño lo tumbó en el colchón, a un lado de la estufa.
Cientos… más que cientos: miles, miles de patas le recorrían las
arterias. La picazón le resultaba insoportable.
Se incorporó. Transpiraba. Se sentía atontado, borracho. Aún sin acabar
de salir del sueño se frotaba los brazos frenéticamente. Un ardor le subía de
la herida en el dedo hasta el codo. Miró por la ventana: noche cerrada todavía.
¿Las tres, las cuatro de la mañana? Tal vez.
Pensó una vez más en las pastillas en el botiquín del baño, pero de las
otras, las rosaditas que lo ayudaban a dormir. No, mejor no, mejor narcótico
sería volver al tablero. Encendió el velador.
El dibujo de la noche anterior no le pareció tan malo. Lo completó. Lo
pasó al lienzo en escala y hasta compuso algunos colores que le darían vida.
El tío debía estar ocupado en otro lado, o se habría aburrido de verlo
trabajar tanto, porque no dio la más mínima señal en todo ese rato.
Diego volvió a acostarse, exhausto, varias horas después. El sol ya
entraba de lleno por la ventana.
Se despertó al atardecer. Como hacía tiempo no le pasaba, sintió ganas
de salir a la calle. Del tío, ni noticias. Y de su cucaracha, menos. Muy
probablemente estaría escondida con sus parientes, en los cientos de rincones
oscuros del estudio. La herida en el dedo había evolucionado a un surco morado.
Podía salirse bien de ésta: sin tener que pasar por la mierda del tratamiento.
Él podía ordenar solito su cabeza y terminar la exposición. Y demostrarles a
todos su talento.
Un rugido de su estómago interrumpió el pensamiento: habían pasado días
desde la última comida digna.
Cruzó al comedor enfrente. Se sentó a un costado, y devoró un plato de
ravioles con tuco, un flan mixto y tres cuartos de vino tinto de la casa. Y
hasta miró el final de Racing-Boca mientras jugaba con un escarbadientes. Subió
con dificultad las escaleras y se tiró en la cama, sin sacarse las zapatillas.
Aparecía en una fiesta. Invitados ―copas en mano― se sonreían
falsamente mientras caminaban de aquí para allá y se agrupaban en los pasillos.
Todo el mundo parecía feliz. Diego reconocía sus propias pinturas dispuestas en
los lugares principales de esta galería. Alguien se acercaba ―un encargado, el
dueño del lugar, algo así― y con gesto ceremonioso le entregaba un premio a él,
a Diego, al pintor oculto finalmente un merecido reconocimiento. Otro personaje
―un crítico de actitud soberbia― lo felicitaba ampulosamente, porque Diego
realmente había logrado que sus trabajos cobraran vida. Se sentía halagado,
pero cuando giraba para mirar sus propias obras, se encontraba con que algo no
andaba bien. El dinamismo de las imágenes no resultaba de un logro de la
técnica pictórica: las telas estaban realmente vivas. Lo que daba ese brillo
particular a las imágenes era el movimiento de miles de pequeños organismos
coloridos.
Los invitados no se daban cuenta, pero de esos bichos surgía el reflejo
azulino de la luna o la caricia del viento sobre los árboles. Maravillado y
espantado por este descubrimiento, él intentaba comprobar si alguien más
percibía el engaño. Nadie ahogaba un grito de terror, ni señalaba acusadoramente
las pinturas. Sin embargo, él sabía que la situación no iba a sostenerse por
mucho tiempo. Debía llevarse los cuadros, volver al estudio, esconderse.
Cavilaba en esos pensamientos cuando aparecía el director de la sala de
exposiciones ―¿O era un museo, una iglesia, un estadio de fútbol? No estaba tan
seguro―. Agitado, el director le informaba a Diego que acababan de comprar el
cuadro principal de la muestra. Él giraba en la dirección que el otro señalaba:
una mujer descolgaba su nueva propiedad. Con esfuerzo, la pequeña señora
cargaba la gigantesca representación de una tormenta en el mar, con los
tentáculos de un furioso monstruo insinuados en la espuma y los bordes de las
olas. La mujer, que parecía la abuela pero no podía ser la abuela ―porque la
abuela le tenía terror al agua y mucho más al océano― lograba equilibrar el
peso del enorme marco que contenía la tela, mientras forzaba una sonrisa a los
otros invitados.
Él necesitaba recuperar el cuadro: la vieja iba a darse cuenta de los
bichos moviéndose en la tela. Pero no podía llegar hasta ella: el piso, viscoso
de pintura fresca, iba deshaciendo sus zapatos y comiéndole los pies.
Alfonso, sentado en cuclillas al otro lado, lo miraba revolcarse en la
cama:
―Soñás fulero, vos, ¿eh?
―¿Por qué no me dejás en paz?
―Digo, nene. Por ahí tenés que hacerte ver el bocho, que te ajusten alguna tuerquita. ¿No te parece?
Diego enfrentó la pared y cerró los ojos con fuerza.
No de nuevo. No, por favor.
Dormir sin sueños y empezar de nuevo. Por favor, por favor, por favor.
La cucaracha volvió al tercer día. La vio acercarse al atril: desde la
cocina vino caminando despacio. Fue justo el día en que él logró volver a
sentarse a la mesa de trabajo, a pesar de la cháchara de Alfonso sobre la
necesidad de encontrar “un laburo de verdad”. La cucaracha continuó su camino
hasta detenerse a un lado de Diego.
Se quedaron los dos así un rato: ella mirando el cuadro, él mirándola a
ella.
Pensó en aplastarla, pero supo otra cosa: esa era su cucaracha, no podría hacerle daño. Le acercó una mano, y ella se
subió. La dejó sobre la mesa. Sintió pena por esta fabulosa creación: debía
sentirse muy sola en el rincón bajo la mesada. Encontró los restos del paquete
de galletitas y formó un montoncito de migas sobre el papel celofán. Ella
inspeccionó la comida con sus vibrátiles antenas, volvió una mirada agradecida
al enorme padre y permaneció a su lado hasta el anochecer.
Pasada la medianoche, cuando él guardó los borradores en la carpeta y
apagó la lámpara, la cucaracha volvió a su escondite.
A la mañana siguiente, lo esperaba paseándose entre crayones, lápices y
pinceles. Diego aprovechó que Alfonso no estaba y, sin más vueltas, se clavó el
punzón en el pulgar de la mano derecha. Le dolió. Nada que ver con el corte
accidental de la navaja.
Brotó la sangre, y él se inclinó. Hizo oscilar el pulgar delineando en
el aire ochos hasta formar en el piso un dibujo mínimo y muy rojo.
Al rato surgió una nueva cucaracha. En lugar de correr a esconderse,
fue caminando despacio al encuentro de la otra. Los insectos se saludaron con
las antenas y volvieron a mirar a su creador.
Acodado en la mesa, Diego intentó fijar los rasgos ínfimos de las
cucarachas, del mismo modo en que un padre registra a su crío para no confundirlo
con otros recién nacidos.
Los bichos volvieron a mirarse entre sí. Lentamente se deslizaron de
nuevo bajo la mesada.
Un refugio para dos, pensó Diego. Y lo inundó una sensación poco común
en él, de calma.
No volvió a verlas por varias semanas. No quiso preocuparse por ellas.
Estos bichos sobrevivirían a un ataque nuclear, pensó. No hay motivo de
alarma.
Y sí, estarían ocupadas con sus cosas.
Y se dedicó de lleno al trabajo.
El que no desapareció del todo fue el tío, si bien ―tal vez ofendido
por la forma en que Diego lo ignoraba totalmente― hablaba cada vez menos. Eso
sí: a veces al atardecer y también en alguna madrugada, Alfonso se ponía a
girar alrededor de Diego y le movía las cosas, carraspeaba o soltaba un largo
silbido. Hacía todo esto para llamar su atención, en un gesto casi educado. A
la mirada de Diego, el tío pedía salir a comer, o aunque más no fuera a dar una
breve caminata. Él accedió a algunos de estos pedidos, con tal de callarlo y
poder volver con más ímpetu al trabajo.
Para la muestra restaban solo un par de semanas, y llamaron de la
galería para coordinar el retiro de los cuadros. Diego pidió un par de días
para algunos retoques.
Retoques, retoques… ¡faltan cuatro
telas aún sin empezar!
Cuando cortó la llamada, reaparecieron las cucarachas. Se acercaron
hasta formar quietas, a un lado de Diego. Desde el suelo contemplaban la tela
en blanco sobre el atril: él no había podido trazar una sola pincelada en todo
el día.
Intentando no asustarlas, descolgó el marco y lo dejó en el piso. Las
cucarachas se subieron ágilmente, y él volcó un poco de pintura verde. Los
bichos pasaron sobre la mancha y recorrieron el lienzo dejando caminos
pequeñísimos de patas y salpicaduras. Jugaron así unos minutos y se volvieron a
él. ¿Qué le pedían?
Eligió un color, y luego otro. Se los mostraba a ellas intentando descifrar sus deseos. Pero las cucarachas no se
movían. Querían otra cosa.
Diego vaciló un instante. ¿Sería eso lo que faltaba? ¿Podían, esos bichitos
minúsculos, tener tan claro lo que él apenas percibía del arte? Entonces…
―¡Un tercero ―dijo, exultante―, lo que necesitan es un tercero! Es que
con dos es fácil y a la vez monótono, superficial. Para que haya conflicto,
verdadera vida, arte, hace falta un
tercero que rompa el juego de espejos.
Agarró de nuevo el cutter y se abrió la palma de la mano izquierda.
Dejó caer la sangre sobre la tela, a un lado de la pareja de cucarachas. Antes
de que se secara, dio forma a la mancha con el pincel: trazó la curvatura del
exoesqueleto, las finísimas antenas, la pose clásica de tensa expectativa.
Trabajó rápido con este material tan poco maleable, y estuvo bastante conforme
con el resultado. Aunque no podía pensarse en una pintura realista, había
logrado una representación bastante acertada, una especie de cucaracha total.
Con movimientos cautelosos, las dos se acercaron mientras se secaba la
tela. Pero algo no funcionó: el insecto-imagen simplemente siguió ahí, limitado
a la pose estática. La tercera hermana nunca se desprendió, ni movió siquiera
una de las antenas. Diego se unió a las otras, y los tres se pegaron a la
imagen. Esperaron un buen rato.
Nada sucedió.
Las hermanas miraban al creador exigiendo una explicación. Él se alzó
de hombros en señal de incomprensión y, con una mueca, intentó explicar que
había hecho su mejor esfuerzo.
Buscó la tijera en un cajón, recortó la figura y se las acercó. Las
cucarachas arrastraron con mucho trabajo a su hermana inválida, ni muerta ni
viva, a la oscuridad bajo la cocina.
Diego intentaba contener a sus amigos ―es que ahora tenía amigos, y hasta
le parecía lo más natural del mundo tenerlos―. Amigos que le gritaban ofendidos,
que lo amenazaban con puños cerrados y señalaban un mural.
El mural, pintado por Diego, representaba al mismo grupo, pero en
sátira. Al más grueso se lo veía enorme, sosteniendo en una mano un pollo
asado, y en la otra un pedazo de torta. Uno ―abogado seguramente, o usurero―,
con fajos de billetes abultándole los bolsillos, sonreía maléficamente mientras
se restregaba las manos. Otro tenía cuernos enormes. Se distinguían las ropas
raídas de un cuarto. Y así seguían, no menos de diez personajes
detestables.
Él no recordaba haber pintado el mural ―ni, mucho menos, por qué lo habría
hecho―, pero se veía obligado a dar explicaciones.
―Es una broma ―se le ocurrió decir―. ¿Qué es el arte sin humor?
Los otros no entraron en razones, y avanzaron hacia él. Diego esquivó los
primeros golpes y emprendió la huida.
Se perdió por pasillos y escaleras. ¿Recorría una mansión o un viejo
edificio? No importaba. Probaba una
puerta: cerrada. La siguiente, también bloqueada. Y seguía corriendo.
¿Por qué no se había quedado en el estudio, con sus colores y pinceles?
Tener amigos era una mierda. Ya no podía escucharlos vociferando tras sus pasos,
pero la sensación de peligro inminente no cesaba.
Logró abrir una puerta. Y trabarla por dentro.
En la habitación había mucha luz, debía ser por los dos ventanales
enormes. No había nada más: la puerta a sus espaldas y las dos ventanas. Apenas
podía abrir los ojos, no lograba adaptarse a tanta blancura.
Si solo pudiera oscurecer un poco ese salón y ocultarse de alguna
manera.
Algo arañó la madera de la puerta con un sonido tenue pero persistente.
Diego aguantó la respiración para escuchar mejor. Nada, no oyó nada.
Soltó el aire, inspiró otra vez. Con el siseo del oxígeno entrando y
saliendo ―con la agitación, con la asfixia―, volvió el ruido.
Contuvo otra vez, y el sonido paró. Volvió a respirar, y de vuelta oyó algo
ínfimo rayando del otro lado, una pata de insecto tal vez.
Después de varios amagues, tomó coraje y abrió la puerta.
Una montaña de bichos se derramó sobre él, un Sahara de translúcidos
cuerpitos crujientes.
Se incorporó de un salto, y tardó una indecible eternidad en
desenmarañarse de la sábana. Había pasado la medianoche,
y no se oía más que el latir del cartel luminoso desde la calle.
Esto tiene que terminar, pensó.
¿Volver a la granja, a las
sesiones grupales interminables, a la imbecilidad de los terapeutas? Ni loco.
Caminó hasta la cocina levantando los dedos de los pies: le ardieron
las baldosas de puro hielo blanco.
Encendió la luz. Le costó un momento adaptarse.
Comprobó que nada se movía en el suelo y los rincones.
Recordaba el insecticida aerosol en alguno de los cajones vacíos del viejo
bajo mesada. Lo encontró, lo sopesó: estaba lleno.
Estiró el brazo y ensayó un disparo, pero no presionó el gatillo: le
temblaba el pulso. ¿Serviría de algo todo este circo?
―Por supuesto que sí ―se respondió.
Le serviría el circo del mismo modo en que les sirve a los alcohólicos vaciar
la botella en el inodoro, o a los fumadores desechar un atado completo. Un
gesto para poner punto final a la locura: decir hasta acá.
―Dale, pibe. ―Alfonso se restregaba los ojos en el vano de la puerta―.
¡Por fin algo sensato en esta casa! No podés vivir rodeado por esos bichos de
mierda.
Si antes no estaba convencido de lo que iba a hacer, con la aparición
del tío la cosa se ponía todavía más rara. Pero ninguna de las decisiones que
había tomado en su vida lo había convencido del todo. Por qué esta debía ser la
excepción.
Deslizó el mecanismo de seguridad, inspiró profundamente y aguantó.
Cerró los ojos mientras estiraba el brazo.
Volvió la imagen del sueño: la habitación blanquísima, la marea de
bichos muertos ahogándolo…
Apretó el gatillo y roció con veneno bajo la cocina y en los zócalos.
Soltó el aire y el pulsador. Volvió a llenarse los pulmones ―aguantó la tos― y siguió
pintando por encima del mueble: los bordes y recovecos de la mesada, detrás del
horno.
Se alejó de la nube pestilente retrocediendo de espaldas, respirando
otra vez. En verdad no esperaba que sucediera algo, pero tampoco sabía qué
esperar.
―Ahora sí que no van a joder más esos bichos ―concluyó Alfonso―. Con
tanto flit, casi me matás a mí también.
Ojalá pudiera, pensó Diego. Y volvió a echarse sobre el colchón pelado,
con la mente en blanco. Cerró los ojos y se durmió.
Se despertó al amanecer. Una ducha rápida eliminó los últimos vestigios
de veneno. Encontró una camisa limpia y unos zapatos. Camino a la puerta vio la
colección incompleta, pero no lo preocupó la exposición: habría tiempo para
pintar después, o podría llamar para cancelar todo.
―Hoy empieza otra vida ―dijo.
Salió. Compró el diario. ¿Cuánto había pasado de la última vez que estuvo
en la calle tan temprano? No podía sacar la cuenta.
Ya en el bar de la esquina, se instaló en una de las mesas de la vereda.
Iba a pasar un rato hasta que el mozo viniera a molestarlo: en invierno casi no
salían. Abrió el diario en la sección de avisos laborales.
―¡Me vas a matar! ―arrancó el tío Alfonso―. Ahora sí me vas a matar… pero de la emoción, Dieguito
―Dejame en paz, gordo de mierda ―dijo Diego sin levantar los
ojos del diario―. Lo hago por mí, no por vos.
―Está bien, está bien… me quedo acá, muzzarella ―Alfonzo hizo el gesto de cerrarse la boca con un cierre
relámpago―. ¿Son buenas las medialunas de acá?
Seguro hay algo que sirva para
empezar. Un laburo sencillo. De cadete o administrativo. Saludar todos los días
a los compañeros de trabajo. Ver gente normal. Hablar de fútbol. Conocer a una…
Pasó veloz un ciclista, empujando una ráfaga de viento húmedo. El rayo
de sol, rebotado en el espejo retrovisor de un taxi, cegó a Diego. Se
estremeció y tuvo que dejar el diario en la mesa: cosquilleo en la nuca, ardor
en los ojos, picazón en la nariz. Manoteó una servilleta y se tapó la cara
justo cuando el estornudo se descargó como un latigazo.
Volvió a abrir los ojos. Del improvisado pañuelo a la mesa, saltaron ―pequeños,
cristalinos― dos grillos. Los atrapó ahuecando la mano. Los alzó temblando.
¿Yo… laburar? ¿Tener
compañeros? ¿Pintar, pero de verdad pintar? Nada va a salir bien. Me van a
llevar otra vez. Pero ahora me van a guardar con los peorcitos: esos que no
salen más.
¡Abuela!
Tendría que haber escuchado al
tío.
No va parar, ¿no es cierto? No, no va a parar.
Calculó el momento en que el camión recolector cruzaba a toda máquina
la esquina y se lanzó a la calle justo delante.
No hubo frenazo, ni gritos: solo un impacto leve, de lluvia. El
conductor encendió el limpiaparabrisas.
―Bichos del demonio ―suspiró el chofer―. Acabo de limpiar el vidrio.
Los bichos, que esquivaron el impacto, se escurrieron por debajo y a los
lados del camión. Formaron una nube que fue dispersándose entre los edificios.
Y la esquina fue la mejor obra que un pintor realizara: una pintura
viva.